Durante toda la primera mitad del siglo XVII Georges de La Tour (1593-1652) fue una de las glorias de la pintura francesa pero incompresiblemente, a partir de su muerte, su nombre se apagó durante siglos hasta el punto de que muchas de sus obras fueron atribuidas a pintores europeos de Flandes y Holanda, y a los españoles Zurbarán, Ribera y Velázquez. En 1915, a raíz de un artículo del historiador Hermann Voss en una revista alemana, La Tour renació de forma espectacular para convertirse en uno de los grandes clásicos de la pintura francesa, a la misma altura de popularidad que Monet, Renoir o Cézanne. En 1934 su obra se dio a conocer en la muestra colectiva Pintores de la realidad y posteriormente se organizaron en París dos exposiciones monográficas (1972 y 1997) que lo consagraron como uno de los grandes clásicos franceses (la última de estas exposiciones rompió ese año el récord de visitantes en todo el mundo: 530.000). En 2003 se creó el Museo Georges La Tour en su localidad natal de Vic-sur-Seille. Hace tan sólo diez años que se han identificado como suyos Santiago el Mayor y San Jerónimo leyendo una carta, este último en la anterior sede del Instituto Cervantes de Madrid.

El Museo del Prado reúne ahora en una gran exposición casi toda la obra conocida de este pintor nacido en la Lorena francesa cuando el territorio era aún un ducado independiente. La vida de La Tour es una nebulosa en la que brillan algunos detalles, como su matrimonio en 1618 con Diane Le Nerf, hija de una familia acomodada de Lunéville, localidad en la que se asentó definitivamente después de la boda, el haber sido «pintor ordinario» de Luis XIII y la fecha de su muerte, probablemente a causa de la misma epidemia que se había llevado a su mujer unos días antes.

La obra de Georges de La Tour es una mezcla misteriosa y conmovedora de realismo y espiritualidad. La exposición la recoge desde un punto de vista cronológico, por lo que en el recorrido se puede advertir la evolución de su estilo. Sus primeras obras, muchas de las cuales fueron destruidas por la guerra que terminó con la independencia de Lorena, son de tema realista. Su Apostolado de Albi lo pueblan mendigos hambrientos (Comedores de guisantes), músicos callejeros (Riña de músicos), ciegos, indigentes, campesinos miserables y escenas de la vida cotidiana de tipos populares (Pago del dinero), en las que se manifiesta una gran influencia de Caravaggio y Vermeer. Desde aquí evoluciona, a partir de 1630, hacia una pintura más luminosa, de escenas fundamentalmente diurnas, de luz fría y clara sobre la que destacan los detalles: arrugas, harapos, pequeños adornos. Es la etapa en la que reafirma su técnica y crea algunas de sus mejores obras (La buena ventura). Los personajes son ahora más dulces y las acciones ya no son violentas. Es en este momento cuando pinta las Magdalenas y las diferentes versiones del Tocador de zanfonía.

Se piensa que la guerra que sumió a Lorena a partir de 1618 provocó la destrucción de una parte de su obra a causa del pillaje y la violencia. En 1638 las tropas francesas saquearon y arrasaron Lunéville y destruyeron el taller y las obras del artista. La Tour abandonó la ciudad para refugiarse en Nancy, desde donde viajaba con frecuencia a París. Es entonces cuando se convierte en «pintor ordinario» de Luis XIII gracias a su juramento de fidelidad al rey.

En la siguiente etapa de su carrera Georges de La Tour trabajó en pinturas nocturnas con temas de inspiración bíblica, casi siempre iluminadas por la luz de una vela a la que se asoman los personajes de los cuadros. La Tour convierte la llama en el elemento central para introducir dinamismo en las composiciones y en ocasiones esa misma llama se convierte en protagonista, como en los cuadros de niños soplando lámparas y braseros. Es la época de madurez de La Tour, los años de mayor popularidad, en los que pinta el San Sebastián del farol, Magdalena penitente o El tramposo, personajes con una poderosa fuerza interior.

De regreso a Lunévile, reconstruyó su casa y su taller en una Lorena en ruinas, cuyos ciudadanos habían de hacer frente a fuertes cargas impositivas para llevar a cabo la reconstrucción del país. Es una época de penalidades para el artista, que ha de enfrentarse a las exigencias de los nuevos poderes, pero es también la época de sus mejores Magdalenas y San Jerónimos, que invitan a la meditación y al recogimiento. El carácter religioso de estas pinturas hay que buscarlo en los títulos de las obras, ya que podrían pasar perfectamente por escenas laicas de la vida cotidiana: los santos no tienen aureola, los ángeles no tienen alas (ni siquiera sexo: el de Ángel y San José podría ser hombre o mujer) y algunos protagonistas se identifican por sus símbolos (el gallo de La negación de San Pedro, el trabajo en San José carpintero). La identificación del niño Jesús con el Recién nacido y Adoración de los pastores hay que situarla en este mismo contexto.

En los últimos años, La Tour sitúa a sus personajes, ahora de expreso trazado geométrico, sobre noches silenciosas, tocados de una cierta magia y tratados con un colorido monocromo, como el San Sebastián curado por Irene y sobre todo San Juan Bautista en el desierto.