Jeanne Moreau (París, 1928/Ibídem, 2017), titular de uno de los historiales profesionales más brillantes del cine galo, no fue la única pero sí la más rutilante de las grandes divas del cine europeo de los sesenta y setenta y la que mejor supo combinar sus conocidas inquietudes por el mundo social y político con sus múltiples compromisos artísticos bajo las órdenes de los mejores cineastas nacionales de su tiempo y junto a partenaires tan ilustres como Stanley Baker, Anthony Perkins, Marcello Mastroianni, Jean Gabin, Oscar Werner, Jean-Paul Belmondo, Peter O’Toole, Lee Marvin, Alain Delon, Michel Piccoli, Gérard Depardieu, Jean-Pierre Léaud, Jean Rochefort, Michel Bouquet o Alec Guinnes. Representó a Europa como uno de sus más firmes valores culturales durante el periodo democrático más prolongado del que ha disfrutado el continente en toda su historia, de ahí que sus apariciones en el cine estadounidense fueran tan breves y episódicas y que sus certezas acerca del curso que tomaría su carrera profesional siempre quedaran meridianamente claras: su campo de acción estaría siempre en el ámbito europeo.

«Creo que en nuestro continente se pueden hacer muchísimas cosas en el terreno de la cultura. Tenemos siglos de historia que nos acreditan como portadores de experiencias artísticas formidables. Darle la espalda a esta realidad para convertirnos en marionetas de los intereses de Hollywood no me parece una idea demasiado edificante», explicaba a su paso por San Sebastián para recibir el Premio Donosti a su trayectoria cuando le interrogábamos sobre sus escasos contactos con la industria norteamericana.

En sus siete largas décadas de vida profesional la protagonista de Ascensor para el cadalso (Ascenseur pour L’Echafaud, 1958), de Louis Malle, ha incidido una y otra vez en sus convicciones, concentrando el grueso de su actividad creativa, insisto, en Europa. Las escasas incursiones en la industria de Hollywood, como ¡Viva María! (Viva Maria!, 1965), de Louis Malle, Monte Walsh (Monte Walsh, 1970), de William A. Fraker, El fabuloso mundo de Alex (Alex in Wonderland, 1970), de Paul Mazursky o El último magnate (The Last Tycoon, 1976), de Elia Kazan, solo se explican desde un solo punto de vista: en el caso de la primera, un inexcusable desliz, tanto de Malle como de la propia estrella, nacía como un extravagante proyecto, escrito por Jean-Claude Carrière, del que también participó Brigitte Bardot, otra femme fatale del cine francés cuya inmensa popularidad no salvó a la película de un sonado fracaso en las taquillas. Las demás, obviamente, tienen cada una su propia defensa, especialmente la película de Fraker donde la Moreau personifica a una inolvidable prostituta francesa en el viejo Oeste que enjuaga su soledad junto a un Lee Marvin abatido por el peso de su pasado mientras que en el filme de Kazan, como en el de Mazurski, su presencia se limitó exclusivamente a una aparición de carácter estelar, un simple e irrelevante cameo.

Aunque dotada de un raro e inclasificable atractivo personal, que la alejaba por completo de los cánones más estereotipados de la belle za femenina, Moreau logró imponer en la pantalla un perfil de mujer independiente, reflexiva, audaz y

carente de prejuicios en un escenario dominado por un prototipo de heroína caracterizado por la sumisión, el sacrificio y el recato ante la canonizada imagen del héroe masculino, cuyo desvaído paradigma ha presidido la historia del cine desde tiempos inmemoriales. Provista asimismo de una mirada oscura y melancólica, pero profundamente abrasiva, su legendaria frialdad se transformaba súbitamente en puro éxtasis gracias a la cálida y generosa sonrisa que brotaba de unos labios armados de una expresividad y un magnetismo irresistibles.

Verdad y convicción

Algunas de sus más notables coetáneas, como Anna Karina, Simone Signoret, Annie Girardot, Monica Vitti, Julie Christie, Liv Ullman, Catherine Deneuve, Romy Schneider, Claudia Cardinale, Virna Lisi, Lucia Bosé o Sophia Loren, actrices que también alcanzaron la cima de su arte en filmes memorables merced a su innegable capacidad para inyectar verdad y convicción a los personajes más complejos y dispares, carecían sin embargo de esa presencia turbadora, ambigua e inquietante que mostró la protagonista de Los amantes (Les amants, 1958) a lo largo de sus más de 150 películas, una cualidad innata que la situaría muy pronto en el punto de mira de los cineastas internacionales más reputados, incluyendo al gran Orson Welles, a cuyas órdenes trabajaría en tres de sus más proclamadas películas, El proceso (The Trial, 1962), Una historia inmortal (Une histoire inmmortelle, 1967) y Campanadas a medianoche (Chimes at Midnight, 1965), así como en su filme inacabado, que Netflix se ha comprometido en finalizar en breve, La otra cara del viento (TheOther Side of the Wind, 1971).

Bajo la dirección de Luis Buñuel interpretaría a la gélida y turbadora sirvienta de Diario de una camarera (Le Journal d’une femme de chambre, 1964); con Rainer W. Fassbinder se convierte en la madame de un lúbrico burdel francés donde se concentra una variopinta y ociosa clientela entregada a las más tórridas e incontroladas pasiones; Joseph Losey la transforma en una de las femme fatale más inclementes y devastadoras de la historia del cine en su obra maestra Eva (Eve, 1962), basada en la extraordinaria novela de James H. Chase, cuyo malsana atmósfera y cuyo turbador erotismo paralizaron su estreno en nuestro país durante años; Michelangelo Antonioni tampoco se resistió a incluirla en el reparto de La noche (La notte, 1961), donde encarna a una indolente esposa burguesa sumergida en una tensa crisis matrimonial bajo un clima social asfixiante y terminal; el cineasta griego Theo Angelopoulos también la fichó para protagonizar, junto a Mastroianni, El paso suspendido de la cigüeña (Le pas suspendu de la cicogne, 1991), filme de una inconmensurable belleza donde la actriz parisina logra una de sus más sensibles y desgarradoras interpretaciones. Todos, sin excepción, caían cautivados por la persuasiva personalidad de una actriz fuera de norma, misteriosa, seductora, imprevisible y cubierta de un extraño y envolvente halo de sensualidad que la hacía única e inimitable.

Contrapartida de las fulgurantes estrellas de consagración inmediata, la Moreau fue siempre un buen ejemplo de contención, versatilidad, coherencia personal y arrojo frente a ese establishment incombustible que gobierna, con mano de hierro, el orbe cinematográfico desde tiempos inmemoriales. Pese a su ascendente carrera desde su debut a los 20 años con Dernier Amour (1948), de Jean Stelli, película artísticamente irrelevante pero que le dio a conocer ampliamente en los círculos cinematográficos más influyentes del París de la posguerra y su luminoso recorrido escénico en la prestigiosa compañía oficial Comédie Française, no pisó otro terreno profesional que el que le aconsejaba su propia intuición de intérprete independiente cuando dejó meridianamente clara la orientación que tomaría su carrera artística tras sus primeras experiencias en el cine galo con Marc Allégret, André Berthomieu o Roger Vadim.

Lejos de Hollywood

Entre sus proyectos nunca contempló, como dejaba bien patente cada vez que recibía sustanciosas ofertas económicas de Hollywood, trasladarse a la meca del cine para transformarse en otra de las muchas megaestrellas que ha modelado a su arbitrio el cine norteamericano a lo largo de su historia. Sus aspiraciones, por el contrario, apuntaban a seguir su carrera cinematográfica por la senda que marcaba en aquellos años el cine europeo, en especial el cine francés, al que siguió vinculada durante toda su vida profesional de la mano de figuras tan prestigiosas, como Louis Malle, con quien mantuvo un largo y agitado romance, François Truffaut, Jacques Demy, Gilles Grangier, Jacques Becker, Edouard Molinaro, Philippe Agostini, Marcel Ophüls, Jean-Louis Richard -su primer marido-, Jean-Luc Godard, François Ozon, Michel Deville, Marguerite Duras, Luc Besson o Jean Renoir.

Mientras las biografías de las grandes divas del cine están sembradas de esfuerzos, sudores y rivalidad por alcanzar un lugar privilegiado en el olimpo de la celebridad y llegar así a la tan codiciada posteridad hay otras, no tan grandes, como la de Moreau, que, sin renunciar al éxito popular, esquivando trampas y moderando inteligentemente sus ambiciones profesionales, se han convertido, desde hace algunas décadas, en el centro de todas las miradas sin necesidad de emplear para ello ningún tipo de artimaña profesional ni de ceder ante las presiones de un sistema de producción que parasita talentos y determina a su antojo el destino profesional de los propios ídolos que engendra.