terrizó en la meca del cine con unas virtudes radicalmente distintas. En lugar de mascar tabaco, podía sentar cátedra sobre trajes y pintura. Era un europeo refinado, portaba el espíritu de la vanguardia, del fin de la historia. Jean Negulesco fue marbellí en las últimas décadas de su vida. Quizá por vocación, pero también impelido por la astucia. Pintor, guionista, cineasta. Su intuición le hizo estar siempre, como pregonan los cánones, en el sitio correcto, en el momento adecuado. Artífice de la leyenda de Marilyn Monroe, productor de los Oscar, compañero de Modigliani, director, patrono de las grandes fiestas, audacia y carácter.

La vida de Negulesco parece condensar el siglo de los cambios. Formó parte de la camarilla que liberó al arte de su propia ortodoxia, manejó a tres generaciones de musas de Hollywood, se compró trajes caros, filmó, escribió y tuvo tiempo, incluso, para ejercer de cabeza de cartel en la pasarela más selecta de la Costa del Sol.

Con la bohemia parisina

Sus primeros pasos los dio de la mano de Brancusi. Algunos testimonios de la época, sostienen, incluso, que fue el pintor el que le recomendó salir de Rumania. En París, disfrutó de compañías que darían un giro y un cogotazo a la historia. Desayunaba con el poeta dadá Tristan Tzara. Se veía con Modigliani, Man Ray, Giacometti. Parecía condenado a abrazar la posteridad convertido en un pintor talentoso, aunque irremediablemente a rebufo de los grandes.

El viaje a Nueva York y el adiós a la paleta

En una trayectoria tan compleja y saltarina como la de Negulesco es difícil hablar de puntos de inflexión. El avatar parisino concluyó con una exposición en Nueva York. Por entonces, la referencia de Marbella, su última parada, era quizá sólo una travesura fonética salida de la boca de Picasso. Le ofrecieron pintar un decorado para una película y ya no regresó jamás ni a la paleta ni a Europa. Alegó que el cine representaba la suma de las artes, aunque nunca ocultó su afición por los valores añadidos del celuloide: el lujo y los equívocos del dólar, el bienaventurado y perverso dólar.

El magnetismo de la vieja Europa

Mientras sus compañeros de juegos porfiaban con la guerra y sus secuelas, Negulesco conducía descapotables. En Hollywood triunfó por su maestría en la dirección, pero también se alude a su magnetismo. El artista representaba lo que el cine echaba de menos: la distinción, el verbo grácil, la elegancia. Su primer trabajo fue Adiós a las armas (1932), donde ayudó a Frank Borzage a suavizar el genio indómito de Gary Cooper. A partir de ahí, desarrolló una carrera en solitario que le valió el reconocimiento del público y el respeto hereditario de cinéfilos.

El hito de la ambición rubia

Responsable de títulos como El hundimiento del Titanic (1953), Negulesco cultivó todos los géneros, fue nominado al Oscar por Belinda (1948) y se alzó ganador de los BAFTA. En Hollywood aún se evoca su sagacidad para dirigir a actrices. Se dice que recibía a mujeres y las transformaba en diosas. Una de las primeras en beatificarse fue Marilyn Monroe. El mito en la sombra que propulsa a otro mito con una excusa felizmente recibida por el público: Cómo casarse con un millonario (1955), el primer gran éxito de la rubia de oro y de Lauren Bacall.

El descubrimiento de la costa

En Hollywood, sin embargo, no todo fueron laureles. El propietario de la Warner le expulsó de Las aventuras de don Juan con una frase que citan todavía los cineastas. «Puedo hacer la película sin ti, pero no sin Errol Flynn». En la época de Negulesco, la industria priorizaba a los actores. El director no se arredró. Llegó, incluso, a producir la primera retransmisión televisiva de los Oscar. Los sesenta le trajeron a Marbella. Primero como turista, en los dominios de sus amiga Audrey Hepburn y a partir de 1969, en calidad de ciudadano entusiasta. El nómada de los mil trajes, el de la libertad de los istmos, encontró su último paraíso en la Costa del Sol. «Aquí tengo tiempo para hacer lo que me da la gana», decía. Todavía puede que lo haga.