Pasó como un cometa generoso. Desparramado, avasallante, con estela de tumulto. Más que una estrella del cine semejaba un obús, un vividor a mil por hora, de los de cháchara y pesetas. En la feria, mientras despuntaba el sol y el martinete, Orson Welles se lanzaba como un coloso al vino dulce, aplaudía en el tablao, jaleaba a las gitanillas. En un negativo de película, en el archivo de la televisión italiana, se le ve a contraluz en las bodegas El Pimpi, en la calle Larios, con la fecha en el reverso, agosto de 1961, su enésimo viaje por la tierra de Don Quijote, a punto de partirse la camisa.

El director expuesto como un valiente al júbilo, acompañado de su última esposa, nunca su última mujer, y de su hija. La niña, vestida de gitana, rubia y espigada, mostrando en las casetas con desparpajo su audacia en el baile. Orson buscaba finca en Marbella, la pequeña estudiaba flamenco, pero había algo más que justificaba la visita. Detrás de los Welles, ese lío de cables, de luces, de voces italianas; no sólo la prensa, también un equipo. El cineasta quería que le filmaran, se pavoneaba, miraba a las cámaras con toda su rotundidad neroniana, como si sólo quisiera ver y ser visto. ¿Una visita informal? Más bien una cortada. La televisión pública italiana, la RAI, le había pagado un dineral por grabar ocho documentales sobre España; él era el director, el guionista y clavó la tienda justamente en el lugar que más le complacía; si se trataba de hablar de Andalucía, nada mejor que la provincia en la que pasaba largas temporadas, la del toreo, las playas, el Tajo y las fincas.

DE GUIONISTA A GUÍA

Si no fuera Orson se podría pensar en unas vacaciones pagadas, pero resulta que el cineasta no era el único que obtenía beneficio; el director, con esto de las rutas españolas, conseguía remendar sus cuentas, casi siempre en cabestrillo, y la RAI se permitía el lujo de contar con la historia del cine al servicio de un programa televisivo. El formato no tenía mucho misterio; Welles y su familia debían mostrar al público los lugares por los que pasaban, al estilo de los guías fresquitos y posmodernos que inundan la parrilla, aunque con una diferencia capital; Málaga no vista con los ojos de un experto en turismo, sino del director, rotundamente lleno de vida.

EL SÉQUITO DE LOS WELLES

En el documental dedicado a la Costa del Sol, el autor de Ciudadano Kane, se empapa brutalmente de casticismo. La pequeña Beatriz retando a las guitarras, Paola Mori, su mujer, con garbo y maestría. Welles abría la boca, se enredaba, visitaba los lugares más populosos, sin miedo a la muchachada y al extravío. En la calle Larios, la misma por la que se apelotonan los trabajadores de las empresas publicitarias, el gran director con gafas oscuras, subido a un coche de caballos, como un emperador en campaña, esclavo de la sangre, de la música.

HACIA LA SEGUNDA RESIDENCIA

El recuerdo de Welles, medio siglo después, casi reinventa la avenida. El cochero con la mirada puesta en las bestias, la niña subida a su lado, en el pescante, mediterránea y atrevida. Orson gozó como un matador de toros con la piel de la parranda y la alegría; fue su paseo por la Feria más conocido. El cineasta venía a rodar, pero, en realidad, no necesitaba subterfugio. En los sesenta, Welles se afianzaba en una costumbre que no le abandonaría nunca, la visita a la Costa del Sol, cada vez menos espaciada.

LOS VERANOS DE REBECA

Doce meses después de su día más flamenco, Orson ya andaba con el capote a cuestas de la vuelta a la provincia. En los saraos se hablaba de Rebeca, la hija que tuvo con Rita Hayworth, que venía los veranos a ver a su padre en Málaga como si nunca hubiera existido el viaje a Nueva York de su abuelo, el bailarín sevillano Eduardo Cansino, el padre de Rita. Una adolescente con blasones de Hollywood compartiendo playa con la empantanada aristocracia de la Costa del Sol, haciendo muecas a los fotógrafos, como si estuviera en el chalé de su padre, a miles de kilómetros de Estados Unidos. Welles en el coche de caballos, emborronado por el vino, quizá pensando en hidalgos muertos, en las espuelas de Rocinante, con Paola Mori de testigo. Quién lo diría. En la misma feria en la que cantan Andy y Lucas.