ace unos años consideraba estar preparada para una promoción. Algo que llevaba esperando mucho tiempo, pues me lo merecía. Había trabajado duro. Me había formado y actualizado en todo lo relativo a las tareas y responsabilidades que mi puesto conllevaba. Había resuelto problemas y situaciones, aun cuando no me correspondían. Mi labor había sido impecable. Había trabajado muchas horas, incluso después de que los demás se hubieran ido a casa. Pero llegó el momento de la promoción, y no me la dieron. «¿Por qué no me han ascendido? ¿Cómo no me han dado ese puesto con todo lo que he trabajado? No me lo merezco», me dije muy enfadada. Decidí hacer una lista de culpables.

-Mi jefe, por no haberme defendido ante las personas que tomaban la decisión.

-La empresa, porque no había sido capaz de reconocer el trabajo bien hecho.

-Mis compañeros, al no haber defendido mi posición y mis méritos y hablar de mí como yo merecía.

-Mi pareja, por no animarme.

-Mis padres, que me habían quitado tiempo cuando hubiera podido trabajar más horas.

-Mis hijos por no obedecer a la primera y conseguir que me enfadara y viviera estresada.

-La crisis, que provocaba que los salarios no se incrementaran y no hubiera posibilidades de mejorar.

-El gobierno, por llevarnos a la crisis.

-Dios, por haber permitido que no me dieran lo que merecía.

-Yo misma, por no haberme dado cuenta de que no serviría de nada trabajar tanto con gente tan inepta.

Terminé mi lista y me dediqué unos minutos a reflexionar sobre ello y a sentir compasión por mí misma. Pero no conseguí sentirme mejor. No conseguí encontrar una explicación, ni tampoco una solución. En ningún caso veía la posibilidad de que no me hubieran promocionado por algo que yo había hecho mal, o al menos, no todo lo bien que se esperaba. Tal vez nadie me había pedido que realizara tareas que no me correspondían, ni esperaban que me quedara más tarde que los demás, o tal vez esperaban que hubiera solicitado yo ese puesto y nunca lo hice.

Si se volviera a dar la misma situación de nuevo, ¿qué haría? Si siguiera culpando a los demás, probablemente, volvería a hacer las cosas de la misma manera. O lo que es peor, no las haría, y así claramente, me habría ganado no tener ese ascenso. Podía seguir buscando culpables, pero en cualquier caso, yo era responsable de lo que había ocurrido.

Buscar un culpable. Mi jefe, mis compañeros, mis padres, mi hijo, mi pareja, el gobierno, la crisis, Dios…

La clave de los problemas simplemente está en encontrar quién tiene la culpa. Y de esta forma, parece que parte del problema se ha solucionado; pero no es así, ni mucho menos.

Es fácil encontrar un culpable para cada situación. Encontrando el culpable descargamos la rabia, la injusticia, nos da derecho a quejarnos, a criticar lo que esa persona ha hecho o lo que ha dejado de hacer. En definitiva, nos libera de nuestra tensión de tener que aceptar que algo tenemos que ver con lo ocurrido.

Y sea como sea, la culpa la tiene el otro; y si el otro es el culpable, yo soy inocente. Es el juicio moral, la dualidad entre culpa e inocencia lo que nos importa. Y si soy inocente, al final no dejo de ser una víctima, la ficha débil del tablero, el que merece justicia, comprensión y compasión..

La queja. Encontrando el culpable, evito tener que encontrar una solución. «Que lo resuelva él, que es quien nos ha metido en ésto». El otro es por tanto quien tiene la responsabilidad de solucionar el problema, pues es el culpable.

Y yo, ¿en qué posición quedo? En la posición de la queja. Cuando culpo al otro, no tengo necesidad de encontrar explicación ni solución. No puedo hacer otra cosa más que quejarme. No tengo opción de hacer nada más, pues si el otro es el culpable, ¿qué puedo hacer yo?

Y así me acomodo en esa posición de víctima que no hace más que impedirme avanzar, cerrarme las posibilidades de encontrar una salida, de ver alternativas, de aprender algo de lo que ha ocurrido y de hacer las cosas de un modo diferente la próxima vez.

La responsabilidad. La palabra culpable tiene una asociación directa con el bien y el mal. Sin embargo, la responsabilidad tiene una carga moral mucho menor. Si me considero responsable de lo ocurrido, no juzgo si el hecho o la situación están bien o mal, sólo me importa encontrar posibles vías para resolver el problema. Me permite ver desde diferentes perspectivas, ampliando las posibilidades de acción que antes no tenía.

Cuando me paré a reflexionar y asumí que tal vez yo era responsable de lo que había ocurrido, empecé a ver la situación de otra manera. Fue entonces cuando me di cuenta de que afrontándolo desde esta nueva óptica, podía encontrar diferentes estrategias de actuación si se repitiera nuevamente la misma situación.

Y tú, querido compañero de viaje, ¿desde qué óptica observas los problemas?

*Pilar Malpartida es directora de Picuality Recursos Humanos

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