Si para entender lo más pequeño (armar una estantería, hacer una suma o interpretar unas palabras) estamos obligados a recurrir a las distintas cualidades del alma (intuición, capacidad de razonamiento, memoria o empatía), para entender la vida hace falta que el alma se movilice de manera total. Cualquier vida ha de realizar esta entrega absoluta porque del éxito o fracaso de la misma dependerá nuestra felicidad. La mayor parte de nuestras energías se van en intentar entender padres, hijos, parejas, compañeros de estudio o trabajo, profesores o jefes, los que pertenecen a otras culturas, los frutos del arte o la filosofía, las medidas de los políticos, una operación matemática, el recibo de la luz, una receta de cocina. Para entender estas cosas se necesitan, en primer lugar, ideas claras, pero las ideas claras son escurridizas y, por tanto, difíciles de adquirir. Esas ideas claras, que son las que le encaminan a uno hacia el sentido profundo de algo y las que nos hacen entender y entendernos, odian el despotismo irritado y arbitrario que ejerce sobre nosotros ese pensamiento dogmático, opaco, alucinado e inhumano que impera en nuestra sociedad. Las ideas claras huyen del ruido y las interferencias y, en consecuencia, sólo se abren a quienes las interpelan sin prisas, sin prejuicios, sin miedo y sin maldades ocultas.

Los maestros zen y de otras tradiciones lo exponen así: quienes quieran entender han de merecérselo. Este sería el segundo paso. El entendimiento no es un don que pueda darse a cualquiera. Uno tiene que superar ciertas pruebas y ciertos hábitos negativos que ensombrecen la inteligencia: egoísmo, arrogancia, exceso de racionalidad, desinformación de lo esencial, apegos injustificados, necedad autosatisfecha. Algunas cosas concretas (un silogismo, un gesto, un verso) se pueden entender de golpe, de manera súbita e inexplicable, pero el entendimiento hondo y verdadero de la existencia y sus alrededores ha de lograrse gradualmente, poco a poco, mérito a mérito, purificación a purificación. Para eso no hace falta adscribirse a un camino codificado (el zen antes mencionado, por ejemplo), aunque a muchos les viene bien hacerlo, pero sí que hace falta grandes dosis de amor incondicional a la bendita complejidad de la vida.

El tercer paso en este proceso de ir entendiendo la realidad sería saber aplicar lo aprendido en situaciones equivalentes. Esta es la prueba irrefutable de que uno ha entendido algo de verdad. Entender es incorporar lo entendido de manera natural a los actos, las reflexiones y los objetivos de uno de manera que formen parte indisoluble de él. Cuando uno ha entendido lo que tienen que hacer para no caerse de la bicicleta, para que sus palabras no hieran al de enfrente, para que funcione la lavadora o para resolver raíces cuadradas, cada vez que haga alguna de esas cosas ya no tendrá que empezar desde el principio y lo hará sin pararse a pensárselo demasiado. Cuando uno entiende algo lo incorpora a su estructura mental y emocional y, gracias a ello, aprende a no tenerlo en cuenta para concentrarse en otra cosa que todavía no entiende. Entender, por eso, es también un regreso a esa inocencia en estado puro que rige el comportamiento de los seres cuando éste es natural e incondicionado, como vemos en niños o animales.

El verbo «entender» necesita, sí, ideas claras, la disposición a querer merecerse los frutos que emanen de él, y capacidad para aplicar esos frutos a los distintos ámbitos mentales y cotidianos. Todo un proyecto de vida: entender para entenderse, es decir, vivir para vivirse, amar para amarse, entusiasmar para entusiasmarse, disfrutar para disfrutarse. Ahí es nada.