Mientras aquí nos entretenemos en nacionalismos, independentismos y demás zarandajas, otros se dedican en Bruselas a sus negocios, es decir a eliminar todo lo que pueda suponer un obstáculo para sus afanes privatizadores.

En la capital comunitaria se negocia el TTIP, el tratado transatlántico de libres comercio e inversiones entre la UE y Estados Unidos, que, junto al CETA (Comprehensive Economic and Trade Agreement) entre Europa y Canadá, supone, según sus críticos, un ataque contra la línea de flotación de los servicios públicos.

Un informe elaborado por organizaciones no gubernamentales y los sindicatos europeos del sector público y que lleva el título de «Ataque a los Servicios Públicos», denuncia no sólo el papel de los principales lobbies empresariales activos en la capital europea, entre ellos BusinessEurope y el European Services Lobby, sino también la connivencia en muchos casos de las autoridades públicas con esos grupos privados.

Así, Pierre Defraigne, ex director general adjunto del departamento de comercio de la Comisión, habla sin ambages de «colusión sistémica» entre el gobierno europeo y los círculos empresariales, lo que no deja de resultar preocupante desde el punto de vista de la salud democrática de nuestros países.

Resulta especialmente preocupante, señala el estudio publicado por el Observatorio de la Europa Corporativa, la novedad que supone la llamada «lista negativa» de compromisos de los países en materia de liberalización de servicios pues significa que «todos los servicios públicos», los que ya existen y los que pueden existir en un futuro, son susceptibles de privatización salvo que se haga excepción explícita.

El Estado se quedaría en el peor de los casos tan sólo con servicios básicos como pueden ser las fuerzas del orden, la representación exterior, la defensa o la judicatura.

El informe denuncia asimismo el mecanismo de solución de disputas que permite a las empresas, ya sean europeas o norteamericanas, demandar a los Estados por eventuales cambios legislativos que supongan una merma de sus ganancias futuras: por ejemplo, la remunicipalización del agua o la eventual fijación de una tarifa máxima en el caso de que ese servicio siga privatizado.

Servicios como el citado, la distribución de energía, la sanidad o el cuidado de los mayores podrían verse sometidos a procesos privatizadores y cualquier oposición a los mismos se vería como una violación de los acuerdos que se negocian.

Un Estado podría ser demandado incluso en el caso de que decida devolver al sector público un servicio privatizado que ha resultado fallido.

De esa forma se coarta la libertad que debería tener un Estado de producir o distribuir la energía de acuerdo con el interés público mediante el fomento de las renovables en detrimento de otras.

Pocos países, entre ellos Bélgica, Portugal y Eslovaquia, señala el informe, han insistido en su derecho a adoptar medidas sobre producción o distribución de energía.

Estados Unidos pretende además que los países europeos abran a la privatización el sector educativo para que sus empresas puedan ofrecer a este lado del Atlántico cursos de todo tipo: desde los idiomas hasta la gestión empresarial.

Washington quiere asimismo que se eliminen del TTIP las cuotas reservadas, por ejemplo, al cine europeo. La poderosa Motion Picture Association of America, el lobby más importante del mundo del cine, se opone a la pretensión francesa de excluir del mandato los servicios audiovisuales.

Algunas empresas de EEUU están también presionando para que se eliminen como «barreras al comercio» ciertas legislaciones laborales que obligan por ejemplo a ofrecerles a los trabajadores vacaciones pagadas.

Y mientras esto ocurre en Bruselas, ¿habría que preguntarse qué tienen que decir de todo ello no sólo nuestro Gobierno, sino también la oposición y los partidos que aspiran a representación parlamentaria?

Sería bueno que nos dieran cuanto antes una respuesta.