Para los pocos que no conozcan la obra de Oriana Fallaci basta con decir que se trató de la periodista italiana más importante del S.XX, pues ya desde su lucha partisana contra los nazis en la II Guerra Mundial forjó un compromiso inquebrantable con la búsqueda de la verdad que habría de perdurar durante su profuso cultivo del ensayo hasta el año 2006, fecha en la que el cáncer de pulmón dejó para siempre sin tinta su acertada y molesta pluma.

Esta cabreada y enjuta prima donna de las rotativas fue reportera en la Guerra de Vietnam, en Oriente Medio o Ciudad de México, y en todos esos destinos bebió drama para llorar indignación, masticó muerte para escupir certeza; pero nada acaparó tanto su atención y su tiempo como clavar los descreídos ojos azules en el mancillado mundo islámico mucho antes de que el Daesh hiciera acto de presencia, antes incluso de que esta Europa adormecida se viera abiertamente amenazada por la locura y el fundamentalismo religioso de unos pocos, lo cual ya fue vaticinado por la atea autora florentina en su obra La rabia y el orgullo (La esfera de los libros, 2002), lectura que debería ser de obligado cumplimiento para cualquiera que crea tener conciencia del mundo que le rodea.

«No entendéis o no queréis entender que si no nos oponemos, si no nos defendemos, si no luchamos, la yihad vencerá. Y destruirá el mundo que, bien o mal, hemos conseguido construir, cambiar, mejorar, hacer un poco más inteligente, menos hipócrita e, incluso, nada hipócrita. Y con la destrucción de nuestro mundo destruirán nuestra cultura, nuestro arte, nuestra ciencia, nuestra moral, nuestros valores y nuestros placeres...», esto lo escribe quien entrevistó al Ayatolá Jomeini, al papa Benedicto XVI, a Henry Kissinger, Muamar el Gadafi, Deng Xiaoping, Indira Gandhi o Yasser Arafat entre otros. Palabras tan duras como desafiantes que, perdón por volver a copiar, son seguidas de estas otras «la cosa no se resuelve con la muerte de Osama bin Laden. Porque hay ya decenas de miles de Osamas bin Laden, y no están sólo en Afganistán. Están en todas partes, y los más aguerridos están precisamente en Occidente. En nuestras ciudades, en nuestras calles, en nuestras universidades, en los laboratorios tecnológicos. Una tecnología que cualquier idiota puede manejar. Hace tiempo que comenzaron su cruzada», y esto, como les digo, fue escrito por Doña Oriana Fallaci hace ya catorce años.

Llámenme tremendista, agorero o fatalista, pero todo apunta a que en cualquier momento la furia irracional del Daesh volverá a arrancar de cuajo la vida de nuestros vecinos si no las nuestras, o acaso ya hemos olvidado el atentado de Atocha. Bombas en Madrid, masacres en París, agresiones masivas en Colonia, zulos y pisos francos en Bruselas, asesinatos en Londres€ Nadie, absolutamente nadie, está a salvo de una guerra que ha empezado por mucho que queramos negar su existencia, pues vivir pensando que nada debe pasarnos porque nada malo hemos hecho para merecerlo es tan iluso y vacuo como afirmar que el peligro no existe.

A quienes dicen que falta diálogo les invito a hablar largo y tendido con el miliciano del Estado Islámico que, según el Observatorio Sirio para los Derechos Humanos, ha ejecutado a su propia madre ante cientos de personas en la ciudad de Raqqa al ser acusada de apostasía por intentar convencer a su hijo de abandonar las armas. La mujer quiso disuadir con la palabra a su cegado vástago y la recompensa fue ser asesinada en público por la sangre de su sangre. Cuando terminen de hablar con él me llaman y me cuentan qué tal les ha ido si es que para entonces, claro está, sus locuaces lenguas no yacen secas, mudas e inertes junto al cadáver de esa pobre madre.

Miedo me dan los violentos, los que siembran odio, los que no se atienen a razones ni al imperio de la ley, los que vomitan crueldad y los que imponen su voluntad por la fuerza; pero más miedo me dan los charlatanes, los tibios, los pusilánimes, los equidistantes y los cobardes. De las aguas mansas me libre Dios.

Para que triunfe el mal sólo es necesario que los buenos no hagan nada para evitarlo, Edmund Burke dixit (1729-1797). Oriana Fallaci lo aprendió de primera mano. Ella confesó su rabia, yo me pregunto dónde esta nuestro orgullo.