Unos 800 estudiantes portugueses que se alojaron en un hotel de Torremolinos armaron tal taco o marimorena, pifostio o algarabía que acabaron causando destrozos por valor de varios miles de euros.

Tienen tal concepto de lo que es una fiesta que destrozaron azulejos, tiraron colchones por la ventana, vaciaron extintores en los pasillos e incluso arrojaron un televisor a la calle. Hombre, mira, en esto a veces uno es comprensivo, dado como está la programación algunas noches. No obstante, en casos como este somos más partidarios de cambiar de canal o incluso de abrir un libro. Lo de irnos a la cama no lo contemplamos. Ni los cabestros estos ni un servidor.

Habrá que ver qué bebieron, aunque esto no sea disculpa, inclusive en el caso de que la ingesta fuera de marcas baratas o aborrecibles, tal vez nacionales, lo cual pudo inducir a melopea, tajá o kurda que ora puede ser tendente a la melancolía ora a la violencia contra el mobiliario, que si es de Ikea es fácilmente reponible, y no demasiado costoso, pero que si es clásico la cosa se complica.

Seguro que también hubo vómitos, aunque las crónicas se ahorran estos detalles. Los cronistas de sucesos es que a veces son muy mirados. Se ahorran describir un cagajón pero describen con minuciosidad de escritor realista la manera en la que un ojo sale de su cuenca cuando se le clava un estilete. Estilete es también el estilo de un cronista simpatiquete.

Los jóvenes en cuestión venían en manada. Una manada un tanto amplia. Conviene recoger y alojar a este tipo de gente cuando hay ciertas garantías. O, al menos, cuando no son tantos. El cabestrismo no es privativo de los lusos, para nada. Lo practican los españoles por el mundo. Los ingleses en la Costa del Sol o Canarias, los alemanes en Mallorca, los holandeses dónde pueden. Escoceses, americanos... Por practicar lo practican estrellas del rock o la literatura o el cine, que en los hoteles se lanzan al minibar como si no hubiera un mañana, teniendo muy presente que no lo pagan, y luego, cuando ya sólo quedan las almendras la emprenden con el armario o la cómoda, que poca culpa tienen de nada. Más culpa tienen los críticos que los ponen a parir o la gente que no compra, oye o lee sus obras. A los armarios les pasa como a los tomates, que están tan tranquilos, empotrados o en su mata, y viene un malaje y tal. No sabemos quién pagará tales destrozos ni si el hotel escarmentará y en lo sucesivo admitirá con ilusión jóvenes y lusos.