Cuando un mundo de valores estables se descompone, el miedo pasa a ser una constante: el miedo a lo desconocido, a la incertidumbre, a la falta de seguridad. Al mismo tiempo, actúa como catalizador apocalíptico de un nuevo inicio, cediendo a la vieja seducción mesiánica que plantea la historia. Frente al moderantismo -que defiende la bondad del progreso gradual-, el temor detecta en la imperfección una amenaza hacia la existencia. Desconoce los grises para acentuar los extremos: blanco o negro, bueno o malo, seguro o inseguro, todo o nada. El miedo es sobre todo una máscara de la muerte, un regulador del estrés que busca aferrarse a la vida. Pero, por supuesto, hay temores que son reales y otros que no; unos se ajustan a la realidad y otros son alimentados por la propia psique de los individuos o por la atmósfera general de una época.

Con puntuales excepciones, nuestro último siglo ha venido marcado por las constantes erupciones del miedo: dos guerras mundiales en Europa, la Guerra Fría, Hiroshima y Nagasaki, la alerta ecologista, el agujero en la capa de ozono, los flujos migratorios, el Crac del 29, la crisis del petróleo, la de las hipotecas subprime en 2008, la amenaza amarilla, la gripe española -de cincuenta a cien millones de muertos- y la gripe aviar, el Ébola y el sida, Chernobyl y el terrorismo... El horror deja secuelas en el inconsciente colectivo, cuando se vive siempre al borde de un abismo. Los países más seguros -Suiza, por ejemplo- se encuentran preparados para que una catástrofe nuclear pueda suceder en cualquier momento. Los multimillonarios de Silicon Valley compran sus nuevas propiedades en zonas recónditas de Nueva Zelanda, intentando minimizar el riesgo de terremotos, tsunamis o accidentes nucleares. Ante los experimentos monetarios que llevan a cabo los bancos centrales, muchos inversores han optado por comprar oro, plata, agua o tierra agrícola buscando la garantía de lo tangible frente a la burbuja del crédito. El temor conduce a reforzar la seguridad, en parte porque es una amenaza creíble, aunque la mayoría de las veces sea improbable.

Esta semana, el pánico se desató en Honolulú por el error de un funcionario que alertó por móvil del lanzamiento de un misil nuclear norcoreano en dirección a la isla de Hawái. La falsa alarma apenas duró media hora, pero fue suficiente para crear el caos y hacer pensar en un Pearl Harbour atómico. Que Kim Jong-un no se atreva a pulsar el botón rojo -dice que duerme con él- no implica que la posibilidad del horror sea nula, sino que más bien la amplifica. Un ataque por sorpresa destruiría Hawái y aniquilaría Corea del Norte, Corea del Sur y, seguramente, parte de Japón. No es cierto que todo lo que puede suceder suceda, pero sí que nadie puede ya vivir con certeza alguna.

Mucho más probable que el cumplimiento de las bravatas de Kim Jong-un -al final, cualquier error por su parte equivale a la autodestrucción- es un atentado terrorista con algún tipo de ´bomba sucia´ que contenga material radioactivo, biológico o químico. Es uno de los miedos centrales de los servicios de inteligencia. Y hacen bien protegiéndonos de estos riesgos. Pero, en el fondo, el acontecimiento crucial de nuestra época es la pérdida de la sensación de seguridad tras décadas de prosperidad y de derrota del comunismo. Regresa el fantasma del futuro bajo los ropajes más diversos. Y, de repente, el miedo vuelve a ser una amenaza creíble para muchos.