Muchos aficionados al vino dirán que septiembre es el mes más hermoso del año. Resulta fácil entenderlo: es entonces cuando se precipitan las vendimias, incluso aquéllas tardías o rezagadas, cubo va, cubo viene. Ahora, septiembre ha quedado atrás y con él se ha despedido el verano, bendecido por el zumo de las uvas maduras.

Entre profanos, una de las primeras preguntas que surgen cuando se habla de vides es acerca de la maduración de la uva. ¿Cómo se sabe cuándo la uva está madura? La maduración depende de muchos factores: de los días y los caprichos de la meteorología, de la parcela, del viticultor, de la tierra y cómo la ha trabajado. Si la piel flojea, la pulpa ya no cruje y la semilla está oscura, se puede decir que tenemos una uva madura. A partir de ese momento, hay que vendimiar. Y como música de fondo emerge una banda sonora inconfundible: el raspado de los cubos en las piedras, el roce de las podadoras y el ruido del tractor, entre bromas y alguna que otra canción de los vendimiadores. La fruta necesita sol y calor, pero en el momento de recogerla. Las uvas se transfieren rápidamente al lagar, donde el zumo juvenil emprenderá su proceso de fermentación en las barricas en compañía de las levaduras y de las bacterias.

Bernard Pivot, en su Diccionario del amante del vino, cuenta que no hubo vendimia en la que no se enamorase. El estado febril que le atacaba y que él remite a los 15, 18 y 20 años le permitió más tarde una fermentación de la nostalgia que le empujaba a contemplar la acuarela en que Dunoyer de Segonzac fijaba con destreza plástica el movimiento de los podadores. Entonces, cuenta el veterano crítico literario francés, experimentaba el mismo ardor y placeres de la juventud. El propio Pivot reconoce que quizá tendría que haberse acordado también del dolor punzante que le roía los riñones.

Leyendo a Pivot rondan por mi cabeza todas y cada una de las vendimias de Francia, por ejemplo las que describe Jean Giono de la montañosa alta Provenza y el vino de Prebois, tan flojo de azúcar y desabrido, como él dice, que para beberlo hace falta agarrarse a la mesa. Pero también el vino tosco imprime carácter y en la medida en que se obra el milagro de arrancarlo de la tierra invita a la fiesta.

La recolección de la uva es una fiesta y como tal suele concluir. Quien tenga ocasión de sumarse a una de las grandes sagras del vino que se celebran de aquí para allá en nuestro mundo mediterráneo, jamás se olvidará de ello. Del mismo modo que ha estado siempre presente en la memoria de Pivot, imbuida del sentimiento de plenitud que proporciona la abundancia y que le hacía imaginar a Silvana Mangano, en shorts, de Arroz amargo, transportada al viñedo.

El vino es la celebración de la vida, histórica y moralmente uno de los fundamentos de la civilización. La mejor bebida por encima de alcoholes más fuertes, por ejemplo, el whisky o la ginebra. El filósofo y escritor Roger Scrutton, uno de los que mejor han decantado el zumo de la uva en un libro, escribió: «El vino es una adición a la sociedad humana siempre que se utilice para propiciar la conversación y siempre que la conversación sea civilizada y general. Nosotros nos sentimos mal por las borracheras en las calles de nuestras ciudades, y muchos se ven tentados a condenar el alcohol por ocasionar disturbios, porque el alcohol es parte de la causa. Pero la borrachera pública, que condujo a la prohibición, surgió porque las personas bebían las cosas equivocadas de la manera equivocada. No fue el vino, sino su ausencia lo que causó el alcoholismo con ginebra en el Londres del siglo XVIII, y Jefferson tenía razón cuando dijo que, en el contexto norteamericano, el vino era el mejor antídoto para el whisky».

Scrutton insiste en su libro I drink therefore I am: a philosopher´s guide to wine que cuando se bebe vino socialmente durante una comida o después, y con plena conciencia de su delicado sabor y aura evocativa, rara vez esta bebida conduce a borrachera y mucho menos a un comportamiento revoltoso. Para Scrutton, el problema del alcohol en las ciudades británicas, aunque esto podría trasladarse sin problemas a otros lugares con botellón o sin él, proviene de nuestra incapacidad para pagarle a Baco el debido tributo. «Debido al empobrecimiento cultural, los jóvenes ya no tienen un repertorio completo de argumentos o ideas para entretenerse mientras consumen sus copas. Beben para llenar el vacío moral generado por su escasa cultura y ya conocíamos el efecto perjudicial de la bebida sobre un estómago vacío, pero ahora estamos observando el efecto mucho peor de la bebida sobre una mente vacía». No siempre que escribo de vino resisto la tentación de citar estas palabras.

Un buen vino debería estar siempre acompañado, según el filósofo británico, de un buen tópico de conversación, y ese tópico debería tratarse alrededor de la mesa. Igual que reconocieron los griegos, ésta es la mejor manera de considerar cuestiones verdaderamente serias. Pero esa conversación que acaba delante de una copa llena de vino comienza en el diálogo que el viticultor mantiene durante todo el año con la viña y que concluye previsiblemente con las últimas caricias del sol del verano. Brindemos por ello.