La ética, la buena educación, la imparcialidad, la distancia de los hechos para que no nos contaminen, y en general, la buena práctica del oficio nos impide desahogarnos a los periodistas. Acudimos a los espectáculos deportivos acosados por la conciencia que nos dice que debemos moderar expresiones y gestos. En un palco de prensa no se deben proferir insultos, gesticular, ni tener reacciones como las de cualquier aficionado por mucho que sintamos simpatías o amores por el club. Todo esto, en ocasiones, nos causa malestar. Sobre todo cuando tenemos al lado un militante desmedido. Reprimirse, en estas ocasiones, no es bueno para la salud y después de escribir alguna crónica nos vamos a la cama insatisfechos y francamente molestos con la ética.

Los periodistas como cualquier mortal, tenemos acceso al diccionario y poseemos un prontuario o compendio de insultos o descalificaciones que nos tenemos que guardar. Un suponer, nos quedaríamos anchos, satisfechos y felices si pudiéramos participar en la expresividad de la grada hacía un personaje.

Llamarle burro a un entrenador por muy coral que sea el cántico es pecata minuta. Sobre todo cuando además es injusto y circunstancial. Si yo dijera de alguien, en un arrebato, que es prepotente, (payaso no porque me remordería la conciencia de no respetar a los Hermanos Díaz con quienes tanto gocé en las Navidades de mi infancia), seguramente, si les diera nombre y apellidos ustedes dirían que me quedo corto. A uno que me viene a la memoria, probablemente habría muchos aficionados que sí les gustaría llamarle, a la pata la llana, gilipollas, aunque sople mal, capullo verbenero, hominicaco, estúpido, embustero, manipulador, falsario, asno, idiota, baboso y lelo. Y todo esto sin recurrir a insultos de carácter familiar que en ningún caso vendrían a cuento.

Hay individuos que si no merecen tal retahíla sí son acreedores a buena ración. El fútbol cuenta con individuos que irritan y promueven actitudes nada conciliadoras. Hay ocasiones en que no reparan en que ciertos gestos son provocativos y en ambientes tensos, con la sangre caliente como se suele tener en los campos de fútbol, pueden tener malas consecuencias. Convendría, que para evitar males mayores y todo quedara en una remesa de insultos, ciertos protagonistas moderaran sus impulsos.

Sin ir más lejos, el entrenador del Madrid, el pintoresco José Mario Dos Santos Félix Mourinho (y de otros santos) debería recibir alguna que otra amonestación casera ya que en el Comité de Competición no se entra de oficio, con el fin de evitar que algún día aparezca alguien con cruce de cables y tengamos un disgusto. Hay gente que no se conformará con ponerle fino de palabra.

Al banquillo del Villarreal fue a festejar un gol y en Mestalla a un jugador suyo, a quien no alinea casi nunca y con ello quizá le llama pollino, se le subió a la chepa para festejar un gol. Lo nunca visto en un campo de fútbol.

Mourinho tiene la virtud de ganar enemigos por donde pasa. Incluso los crea en casa. En su panoplia de desprecios también figura Íker Casillas, el capitán de su equipo. Hace unos días, cuando le recordaron en conferencia de prensa que detuvo balones con sello de gol se limitó a decir que está para ello. Aún no le ha perdonado que llamara a Xavi para aclarar su error en unas manifestaciones tras la disputa de la Supercopa. Ahora, cuando habla de los jugadores barcelonistas se refiere a los amigos de Íker.

Con él llegó el escándalo. Y lo sufriremos mientras le concedan extravagancias, insultos, manipulaciones y salidas de pata de banco sin que nadie ponga coto a ello.