Cuentan que si se hiciese un registro de los deportistas de Nueva Zelanda a los que más calles, estatuas, sellos, libros o nombres de negocios se dedicaron, pocos podrían estar en condiciones de superar a Jack Lovelock, aquel chico de aspecto frágil que a mediados de los años treinta se convirtió en uno de los protagonistas de la esplendorosa etapa que vivió el mediofondo mundial y que alcanzó su mayor gloria en el estadio olímpico de Berlín una tarde de agosto de 1936.

Lovelock, que apenas llegaba al metro setenta y no alcanzaba los sesenta kilos de peso, le debe gran parte de sus logros a sus aptitudes como estudiante. Su sentido de la responsabilidad era enorme, no escatimaba esfuerzos y tenía evidentes condiciones para el estudio. Eso le abrió las puertas del paraíso, que para los atletas era la Inglaterra de los años treinta. Allí cambió todo en su vida. Lovelock, desde sus tiempos en la escuela de los Timaru Boys y posteriormente en la Universidad de Otago en la que comenzó a estudiar Medicina, dejó muestras de sus grandes condiciones para el atletismo. No era extraordinario en lo físico, pero su cuerpo liviano y su infinita clase le hacían sobresalir por encima del resto. Comenzó así a derribar pequeños muros. Récords y campeonatos escolares y universitarios. En el vacío que el país era todavía para el atletismo, Lovelock suponía algo diferente.

En 1931, en su segundo año estudiando Medicina, el deporte le ayudó a ganarse una beca Rhodes para continuar su formación en Oxford. Aquello le abre un mundo nuevo para él porque Inglaterra, en plena explosión atlética, siente adoración por las carreras de mediofondo. Y todo se articula desde las universidades. Comienza así a entrenarse a las órdenes de Bill Thomas y entra a formar parte del Achilles, un club en el que se reúnen los mejores productos de Oxford y Cambridge.

Lovelock entrena todos los días con compañeros de un nivel extraordinario y eso le conduce de forma inevitable a una considerable mejora en sus marcas y que demuestra al batir en 1932 el récord británico de la milla. Sin embargo, él sigue preocupado por los estudios de medicina y por su salud. Se sintió más débil que el resto y sufrió para atender todas sus obligaciones. Aunque fue un buen estudiante quiso mejorar sus calificaciones y entendió que el atletismo se lo impedía. En varias cartas a su familia y amigos de Nueva Zelanda les explicaba que el deporte al máximo nivel obliga a una «dedicación plena» y que hay momentos en los que se sentía superado.

En los Juegos de Los Ángeles de 1932 logró una meritoria séptima plaza en la final de 1.500 metros. Fue un buen resultado aunque él no pudo ocultar su decepción. Curioso en alguien que nunca ganó el Campeonato de Nueva Zelanda. Tomó entonces la decisión de seleccionar mucho más sus objetivos. Tenía la impresión de que su físico estaba en condiciones de pelear contra los mejores en días muy concretos, pero no que no podía forzarlo en todas las competiciones que se cruzaban en su camino. Trazó un plan con su entrenador a cuatro años vista, hasta los Juegos de Berlín en 1936.

En cada temporada se centraría en un par de objetivos concretos, sin preocuparse por perder carreras de menos importancia. Se trataba de entrenar bien, de cuidarse y se rendir la fecha clave. Y así lo hizo. Acumuló derrotas en competiciones secundarias y al mismo tiempo logró en ese tiempo importantes victorias que elevaron su fama. En 1933 ganó la Milla de Princeton frente a la gran figura emergente de los Estados Unidos, Bill Bonthron, al que derrotó batiendo el récord mundial (4:07.6); un año después se impuso a los mejores ingleses en los Juegos del Imperio y en 1935 volvió a los Estados Unidos para derrotar en Princeton a la elite del país encabezada por Bill Bonthron y Glenn Cunningham en lo que se llamó la «Milla de Oro».

Así llegó al año clave, a 1936, a la cita clave de los Juegos de Berlín. Una prueba en la que estaban todos los grandes de aquel tiempo, excepto su compañero de entrenamientos, el británico Sydney Wooderson, que le venció en varias ocasiones, pero que llegó lesionado a Alemania y abandonó en su serie de calificación. En la final olímpica dibujó su carrera perfecta, la que llevaba cuatro años soñando, la que planificó de forma minuciosa en las horas de entrenamiento en las pistas de arcilla de Oxford, y por culpa de la cual robó tanto tiempo a los estudios de medicina.

Su rutilante competencia (Cunningham, Beccali, San Romani, Edwards, Cornes, el húngaro Szabo o el sueco Ny) asistieron a la exhibición del atleta de negro. Impuso un ritmo alto desde la salida y fue subiendo hasta llegar a un pletórico final que le llevó a completar la última vuelta en menos de 57 segundos, algo impensable en un 1.500 en aquel tiempo. Ganó con enorme autoridad y se convirtió así en el primer campeón olímpico del atletismo de su país con un récord del mundo (3:47.8) que no sería batido hasta 1941 por el gran Gunder Hägg. Lovelock, de naturaleza insegura y tímida, estaba pletórico, entusiasmado, radiante. Quienes le conocían creen que aquel triunfo le liberó de la carga de responsabilidad que soportaba desde hacía años.

Su carrera acabó prácticamente ese día. Se dejó ver en algún campeonato más, pero sentía que esa parte de su vida ya terminó y que debía atender a otras cuestiones. Comenzó a trabajar en un hospital de Paddington (Londres), conoció a una americana llamada Cynthia James con la que aplazó su compromiso primero por sus obligaciones como médico y después porque durante la Segunda Guerra Mundial sirvió en el cuerpo médico del Ejército Británico. Por aquel entonces sufrió una caída montando a caballo que le dejó importantes secuelas. Estuvo un par de días inconsciente y desde ese momento comenzó a sentir mareos y desmayos con cierta frecuencia. Se casó en 1945 y se marchó a trabajar a un hospital de Manhattan cumpliendo así el deseo de su esposa. El 28 de diciembre de 1949 llamó a casa para avisar de que no se encontraba demasiado bien y que regresaría temprano para descansar. Una de sus habituales indisposiciones. Se fue a la estación de Church Avenue en Brooklyn y cuando esperaba el metro sufrió un desvanecimiento con tan mala suerte que cayó a las vías justo en el momento que pasaba un convoy. De una manera tan trágica y cruel acabó la vida del primer gran atleta que conoció Oceanía, el único que en popularidad era capaz de rivalizar con los gigantes del rugby.