Son puertas a otra época. El reloj se para. Las agujas dejan de hacer tic-tac. Nos perdemos en el tiempo, cien años atrás, y descubrimos comercios, llamémosles mundos, donde viajamos al pasado. No hay que irse muy lejos, sólo hay perderse un poco por el Centro. Las franquicias lo han inundado todo. Nos tomamos el café en Starbucks, compramos el best seller del mes en Casa del libro y terminamos almorzando en el burger de turno. Pero si uno sale de ahí, si se desvía por esos callejones estrechos que siempre acompañan a las calles principales, verá que la oferta es más amplia. El desvío lleva a tiendas con sabor. Se sabe nada más entrar. Huele a antaño, ese olor a antiguo como de libro viejo, y sin saber por qué uno comienza a sentirse bien. El regocijo de que ese lugar, al que fuiste por primera vez de niño, sigue igual ahora que los años se te echan encima. Participas, sin quererlo, en continuar la historia de comercios que llegaron, incluso, antes de tu nacimiento. Son parte en sí misma de la ciudad. Llevan abasteciéndola un siglo, como si el tiempo no pasara por ellas.

Te encuentras, de repente, probando el mismo vino que la Reina Isabel II, calzando las alpargatas, las típicas de esparto, en la misma tienda que las compró tu bisabuela, tomándote las medidas para un traje de la sastrería que vistió a Pepe Marchena, el cantaor, o haciéndote una copia de las llaves en esa estantería que salía de fondo en El camino de los ingleses.

Es el comercio de a pie con más encanto. Del «buenos días» obligado, de la cortesía cercana, amable, y de la tradición del buen hacer. No hay mayor secreto que ése, la pauta más básica, como si no fuese toda una odisea mantenerse. Más historia tienen sus paredes, de incontables encuentros y confesiones. Todo ello es herencia, imperturbable, de mano en mano. Algunos no tienen memoria para tanto, conocen el principio y se niegan a saber el final. Hasta ahora, privilegiados, se han reído, con sacrificio, del paso de los años. Son más magos que comerciantes, han sabido vencer al tiempo.

Antigua Casa de Guardia La taberna que revive el pasado

Con 175 años de historia, es un túnel del tiempo. Ir allí es revivir el pasado. Todo permanece igual, permitiendo materializar los recuerdos.

Cruzas la puerta y entras al siglo XIX. Huele a vino y madera. Quizás porque todo es eso. A la izquierda, botas de roble ruso, del que se fabricaba antes de la Revolución Rusa, guardando el preciado líquido desde hace 175 años. En mitad, una larga mesa que hace a la vez de mostrador, entregados a la tradición. Y a la derecha, como testigos de la historia, los cuadros y fotografías que guardan la memoria de los años.

Allí, colgado, se encuentra Picasso, sosteniendo en su mano una botella, de esas anchas que se hacían a la antigua usanza, del Moscatel de la casa. El mismo Moscatel, dicho sea, que gustó a la Reina Isabel II, llevando ahora su nombre, sello e imagen.

Fue en 1865, en una feria de productos agrícolas, cuando lo descubrió su excelencia. Desde entonces, Don José de Guardia, fundador de lo que en un principio era un pequeño despacho de vinos, se convirtió en proveedor de la realeza. De ahí a gobernador de Segovia, emigrando la taberna a Don Enrique Navarro. Falto de herederos y llegando su hora dejó el deber a cargo de unos tíos de su abuelo, Antonio y José Ruiz Luque, que sufrirían de la misma carencia. Tirando de familia, cuatro décadas más tarde, se la dejaron a su sobrino José Garijo, bodeguero de corazón que olvidó su futuro en la abogacía.

Fueron entonces los años de mayor esplendor. La taberna ya contaba con el adjetivo «antigua» y era referencia en la ciudad. El negocio dio también un paso más allá. Poseían además fincas y una bodega, para completar el círculo enológico. Lo cuenta sincero Alejandro, aún siendo su abuelo el protagonista de la pasión que arrastran sus palabras.

Ahora son su padre Antonio Garijo y él los que llevan la taberna, a la que espera que le queden, al menos, otros 175 años más: «Es un negocio muy bonito que no se puede perder. Tenemos el privilegio de poder dirigirlo y tenemos la obligación de poder mantenerlo». Su padre parece ausente, apoyado en la fuerte mesa de madera «que ha escuchado y bebido mucho», pero ni mucho menos: escucha atento como si se tratase del relato de su vida. Y puede que lo sea.

Su vida y parte de otras muchas. Como si el lugar fuera un túnel de tiempo, donde uno revive aquello que vivió hace mucho tiempo. Reconstruyen los recuerdos en presente: «Nadie quiere que toquemos nada. Viene gente para querer encontrárselo igual. Te cuentan sus historias». Quién lo hubiera imaginado, un vino para revivir el pasado.

Sastrería Guzmán Una sastrería con 120 años de vida

­La Sastrería Guzmán lleva vistiendo a Málaga 120 años. Ha sobrevivido a base de puntadas, sin más herramientas que una aguja. Ha cosido su historia con un hilo que, por siempre, lo ligará a la ciudad.

­La plancha, de piedra pesada, no se usa pero sigue teniendo carbón. Se exhibe como un recuerdo de lo que un día fue y que, a su manera, sigue siendo hoy. La Sastrería Guzmán, la que lleva 120 años vistiendo a Málaga, no puede verse a simple vista. Siempre les gustó situarla en pisos altos, ahora en un segundo, en una callecita escondida de Torre de Sandoval. Es casi una metáfora de su historia. Reside en pleno centro, cerca de la bulliciosa Catedral, pero emerge oculta en un edificio cualquiera.

En él se puede conocer a Carlos Cobos, suegro del anterior propietario, Francisco Guzmán, que heredó la sastrería de su padre de mismo nombre. Lleva, pues, el peso de una generación que se renueva. Una historia de relevo de amor por la artesanía, de devoción al reto de las telas.

Carlos charla sin dejar de trabajar, concentrado con una aguja y una chaqueta que dispone en una gran mesa de mármol, con la maña de la experiencia de un maestro, el aprendizaje de su suegro. De fondo se escucha cantar a Diana Navarro, justo en la radio de la esquina, pero para él sólo existen las puntadas.

Sus manos sólo paran cuando levanta la mirada, cada muy poco tiempo, y sin quererlo muestra la entrega del oficio, esa precisión que tan bien escribió Gay Talese, hijo de sastre. Para Carlos no se trata de una prenda, sólo los suyos pueden entenderlo, aunque cada vez queden menos: «Todos los trajes se hacen con cariño, si no, no salen bien. Cada uno tiene su historia y su porqué». Su supervivencia bien lo sabe. Han vestido a rostros como el de Pepe Marchena, el cantaor, y viven del boca a boca, aunque reconoce que «la confección se está cargando la artesanía». Ellos siguen apostando por el trabajo a mano, cosiendo los retales de una historia que no necesita de vestirse. Vale por sí sola.

Ferretería El Llavín Las llaves de un éxito centenario

­Una ferretería de las de toda la vida. Solucionadora de problemas, lugar de socorro de aquellas chapuzas de casa de los domingos por la tarde. La paciencia resolutiva de quien lleva 130 años en el negocio.

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Su nombre es de sobra conocido, no cualquiera tiene 130 años. Sin embargo no hay cartel que lo indique, el letrero de la entrada está en blanco. Es imposible conocer que allí, en calle Santa María, se encuentra El Llavín, pero en cambio, se sabe.

Lugar de tránsito, consigue detener el tráfico peatonal que se aglutina en la callejuela. No hay quién no se pare en su entrada. Cientos de artilugios, que a veces incluso no se sabe ni qué son, acaparan los dos escaparates de la tienda. Todos y cada uno de esos objetos van con su etiqueta a mano en rotulador. Se niega a lo contrario la casa, cuando algo va bien, para qué cambiarlo.

Al entrar se escucha ese chirrido característico de las puertas antiguas, para sumergir al cliente en un almacén sin fin que no alcanza a la vista. A la derecha lo nuevo, a la izquierda lo viejo. Una pared de cajoneras inunda la escena, son las mismas que el francés que abrió la ferretería construyó en su día, las mismas que Antonio Banderas eligió para ilustrar El camino de los ingleses. Un guiño a otra época, un sello de permanencia.

El porqué de su supervivencia ni el mismo Luis Arribere, uno de los propietarios, lo entiende: «Somos un poco tontorrones. No lo sé, si le digo la verdad creo que seguimos por tradición». No parece falsa modestia, sino el testigo complacido de la última ferretería del centro.

Sin ser muy conscientes tienen las llaves del éxito centenario, por mucho que para ellos la clave sea trabajar. Llevan solucionando problemas desde su creación, hacia 1880, que es como funciona una ferretería para ellos. Y, por si lo piensan, la suya «no es antigua, sino vieja, porque sigue siendo la misma». Y que así sea.

Calzados Hinojosa Alpargatas para recorrer la historia

Se necesita algo más que suerte para llevar 96 años vendiendo alpargatas. Es su mejor obsequio y cuelgan por todas las paredes del establecimiento. Una pequeña tienda de grandes secretos.

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«Si no lo encuentro aquí ya no voy a ningún sitio», suelen repetirle los clientes a Javier Hinojosa acercándoseles al mostrador. Es el legado de una dedicación de 96 años al mundo del calzado, en especial a sus alpargatas, que tienen de todos los colores y que cuelgan de todas las paredes de su establecimiento. Calzados Hinojosa es una zapatería de barrio, de esas especializadas, auténtica, en las que la gente siempre confía. Llevan toda la vida en el mismo sitio, aunque TVE una vez la diera por cerrada, anécdota graciosa aunque ahora desconocen de relevo. «Ahora mismo, claro, porque nunca se sabe», sonríe Javier.

Muestra con orgullo la misma caja registradora que abrió la tienda un siglo atrás, a la que siguen dando uso, igual que la caja fuerte que guardan en la trastienda, en una esquinita entre cientos de cajas de zapatos. Bajo llave, también antigua, guardan un montón de papeles sumergidos bajo polvo, entre otras cosas, certificando que aquello, efectivamente, permanece a otra época. La atención para ellos es prioridad, el cliente es la razón de su existencia. Los mantienen gracias a la calidad de sus productos, «aunque suene mal que yo lo diga», aclara un poco culpable con una sonrisa. Pero nada que temer, es la realidad cuando se cuentan los años que llevan en calle San Juan. Pueden decir que sus alpargatas han recorrido la historia.