«¡Ay Málaga!, ni los peces quieren ya estar en tus aguas», dejó escrito Emilio Prados en su poema Soledad de Málaga. O a una «Málaga sin padre ni madre» le cantó llorando César Vallejo. La caída de Málaga la roja derivó en los albores de febrero de 1937 en el que puede llegar a ser considerado el pasaje más cruel de la Guerra Civil española: el éxodo por la carretera de Almería. Por una carretera de la muerte en la que varias decenas de miles de civiles sufrieron un calvario que truncó innumerables biografías, mientras anhelaban una huida hacia la vida.

Sánchez Vázquez, superviviente

Cuando hace algo más de tres lustros la literatura de Luis Melero y el legado fotográfico de Norman Bethune terminaron de rescatar de décadas de olvido a un episodio como el de la huida desde Málaga hacia Almería, entre los testimonios recabados emergió la figura del filósofo, periodista y eminente docente en la universidad mejicana Adolfo Sánchez Vázquez (1915-2011). Un algecireño, criado en Málaga desde sus 10 años, que vivió para contar en sus textos y conferencias lo vivido en el éxodo al que se vio abocado cuando era un estudiante veinteañero.

«Al anochecer, hundidos en un silencio impresionante, comenzó el éxodo. Se abandonaba Málaga con el pulso encogido. Las calles tenían la sensación de soledad de la noche pasada. Era aquella soledad la que mordía nuestros nervios. Porque hubiéramos preferido los gritos, los pasos alocados, la algarabía confusa, a aquel dolor subterráneo que nos devoraba por dentro. Ya las ametralladoras sonaban cada vez más cerca. Y los hombres, las mujeres y los niños tomaban el camino de El Palo, carretera adelante, librándose de las horribles ligaduras que encadenan sus sueños. Al anochecer la triste caravana se puso en marcha. Y ya no se detuvo...», relató en un artículo publicado en Hora de España recopilado por investigadores como María Dolores Gutiérrez Navas.

«Y flotando, sin respuesta, siempre la misma pregunta: ¿Dónde está el fin? ¿Dónde termina la angustia? Y así un minuto, y otro, y otro... La caravana marcha pesadamente. De pronto se ve sacudida, como mordida por un calambre. Gimen los niños. Las madres llaman a sus hijos. ¿Por qué tanto crimen? La respuesta está allí. En los estampidos secos de esos barcos que disparan desde 200 metros, partiendo la masa humana en pedazos que sangran. La multitud grita, chilla, se desparrama, se tumba, se esconde en los huecos del camino, detrás de la sierra. Pero los cañonazos los persiguen por todas partes. Cuando el fuego cesa se prosigue la marcha. Pero hay algo que se queda sobre la tierra para siempre: los brazos arrancados, los cuerpos partidos, la carne vertida a torrentes por mujeres y niños indefensos», narra en el fragmento más duro.

En los últimos años de su vida, cuando Sánchez Vázquez hizo balance sobre aquello se planteó una pregunta concreta: ¿Valió la pena este éxodo con su terrible coste humano? Y su respuesta fue la siguiente: «Sí, valió y valdrá siempre como testimonio de la dignidad y grandeza moral de los más de cien mil malagueños que arrostraron el hambre y el frío, y la muerte por cielo, mar y tierra antes que vivir de rodillas. Y valió la pena también como un acta de acusación contra el terror y el crimen fascista que se multiplicaría poco después en Málaga con la represión implacable que sufrieron, entre tantas gentes dignas, muchos que no quisieron o no pudieron salir».

Un médico canadiense

En todas las reconstrucciones que se siguen realizando de un episodio como La desbandá aflora la participación de un grupo de canadienses, con el doctor Norman Bethune a la cabeza, en apoyo sanitario de los malagueños que huyeron por la carretera de Almería. Con 40 años y pese a que gozaba de notable fama y prestigio en su país, Bethune decidió desplazarse hasta España para ayudar en la Guerra Civil, donde se erigió en el creador de la primera unidad móvil de transfusión de sangre mientras asistía al bando republicano.

En cuanto tuvo conocimiento de la diáspora trágica que siguió a la caída de Málaga, el doctor Bethune se desplazó hacia la carretera de Almería. La labor de incalculable ejemplo humanitario que desarrolló cobra especial intensidad siguiendo los testimonios del propio Bethune que se encuentran en el libro El crimen de la Carretera Málaga-Almería, volumen que sirvió en 2004 de catálogo para la exposición comisariada por el historiador Jesús Majada.

Bethune se transporta a lo vivido entonces con los siguientes pasajes: «Llevábamos desde Barcelona un camión con sangre preparada para transfusión con destino a los heridos de Málaga. En Almería supimos la noticia de la caída de Málaga y nos aconsejaron que no siguiésemos nuestro camino, porque ya no se sabía dónde estaban nuestros frentes, se tenía por seguro que Motril había caído también. Salimos por el camino de Málaga, a eso de las seis de la tarde, y a unos cuantos kilómetros nos encontramos con los que encabezaban la desventurada procesión».

Su relato de lo que vio entonces adquiere un crudo testimonio: «Venían primero los más fuertes, los que habrían podido transportar sus cosas en burros, mulas y caballos. Los dejamos atrás y a medida que íbamos avanzando el espectáculo se hacía más lastimoso. Miles de niños (contamos 5.000 menores de diez años), y por lo menos mil de entre ellos descalzos y cubiertos apenas con un harapo. Las madres los llevaban echados al hombro o tiraban de ellos con la mano. Pasó un hombre con sus dos pequeños a la espalda, niños de uno y dos años, y cargando además con cacerolas y trastos, y recuerdos queridos de su hogar. Engrosaba el río de gente, y nuestro coche se abría paso a duras penas...».