En 2014, la entonces portavoz socialista María Gámez organizó un pequeño acto en los jardines de Lagunillas con la colocación de un adhesivo en el suelo en el que podía leerse: «Aquí nació Victoria Kent», en recuerdo de quien fuera la primera abogada colegiada de España (en 1924) y directora de Prisiones durante la II República. Nació a pocos metros de allí, en el número 17 de calle Lagunillas.

Le acompañó entonces el octogenario José Baena, nieto de una prima de Victoria Kent, la persona que se encargaba de llevar todos los días a su prima pequeña a la Escuela de la Normal.

Fue un acto para reivindicar su figura y proponer un concurso de ideas para un monumento a su memoria, al tiempo que para plantear que se volvieran a reeditar sus obras.

Precisamente el año pasado, la diputada malagueña volvió a las librerías pero de forma indirecta, de la mano de los diarios del diplomático chileno Carlos Morla Lynch que han sido reeditados por la editorial sevillana Renacimiento en dos partes (la segunda, hace unos meses). Los diarios cubren el fascinante y luego desgarrador periodo 1928-1939.

Vienen a colación porque don Carlos, que en esos años conoció a los grandes nombres de la intelectualidad española y de la Generación del 27, se hizo eco de una anécdota de la malagueña que a su vez escuchó en septiembre de 1931 de su gran amigo Federico García Lorca y que a lo mejor no todos conocen. La historia retrata la gran humanidad de la malagueña.

Al parecer, pocos días antes dos muchachas jóvenes que acababan de perder a su madre acudieron a visitarla. Le contaron que tenían un hermano en una cárcel madrileña por haber tomado parte en un delito. Suplicaron a Victoria Kent que le dejara salir para que pudiera darle un último beso a su madre.

Según contaron, el hermano había jurado que si le daban ese permiso, regresaría de inmediato a prisión.

Conmovida por la historia, la malagueña habló con el ministro del ramo, con el director de la cárcel y con varios funcionarios para hacer posible ese gesto humanitario, aunque fuera contrario al reglamento de la época.

Como cuenta el diplomático chileno en su diario, «ella ofrecía, como garantía, su propia libertad y estaba dispuesta a asumir el compromiso bajo el honor de su firma: cumpliría la sentencia por el muchacho si no volvía».

Al final, Victoria Kent se presentó en la portería de la prisión con el permiso en la mano y el joven pudo salir para dar el último adiós a su madre.

El diario recoge las maravillosas palabras con las que Federico García Lorca concluyó la historia: «Una hora después, el muchacho se presentaba en la puerta de la cárcel, no sin haber pasado antes por casa de Victoria Kent con un pobre ramito de violetas que a ella le debe de haber parecido más esplendoroso que un cesto lleno de orquídeas».