Jessi es venezolana, tiene 39 años y un niño de 14 meses. Hoy, ha vuelto a la que fue su casa durante seis meses, el centro de acogida que la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) tiene en Antequera: los aledaños de un convento que hoy es el hogar provisional para más de 54 personas de casi una decena de nacionalidades distintas. «Aquí fuimos una familia, mi niño tenía siete meses, nos ayudamos unos a otros, y ahora yo quiero ayudarles a ellos», cuenta esta madre coraje.

Por eso ha vuelto, ahora como voluntaria, para que el proceso por el que ella pasó sea más fácil para esas familias que llegan a Antequera huyendo de la guerra o la miseria. Historias de las que ya han visto pasar muchas los responsables de esta casa, por cierto, la primera de Andalucía que acogió, en junio de 2017, a los primeros refugiados de Siria y Palestina.

Pero hoy en el CEAR Antequera son muchos más y casi el mundo entero está representado entre estas cuatro paredes. «Venezuela, Colombia, Rusia, Ucrania, Siria o África, son muchas las nacionalidades», explica Laura García, responsable de los dispositivos de acogida. Técnicos que son los primeros que encuentran, tras pasar por protección internacional, cuando llegan y que les ayudan en una primera fase, que dura seis meses, y que llaman de acogida. «Lo primero es que aprendan el idioma para continuar con su integración, para eso dan clases que se alternan con talleres que ellos mismos realizan por turnos», detalla.

Si todo va bien, tras ese semestre, pasan a una segunda fase que llaman de inclusión y que les permite comenzar a labrarse un futuro más allá de las puertas del centro. «Hay personas que tienen ciertas vulnerabilidades y que pueden alargar la primera fase unos tres meses; si no, en el proceso habitual, comenzamos la búsqueda activa de empleo o formación. Piensa que aquí tenemos de todo, médicos, profesores camareros, decoradores? personas que en su país tenían un oficio y que aquí, al no convalidarlo, no pueden ejercerlo», cuenta.

Por eso hay que focalizar esa formación de origen e intentar adaptarla, como en el caso de Abdul, de 29 años y procedente de Guinea, que llegó hace seis meses sin saber nada de español y, ahora, mientras habla orgulloso con fluidez, cuenta sus planes de futuro. «Quiero seguir aprendiendo el idioma, voy a empezar a buscar piso y quiero formarme en mecánica que es de lo que trabajaba en mi país, siempre con la ayuda del centro; creo que saldrá bien», explica.

Pero las barreras aún son muchas, como Abdul, Jessi quiere comenzar una vida en Antequera. Ya se está formando como mozo de almacén y su pequeño está en una guardería, pero reconoce que la palabra refugiado no abre muchas puertas. «Hay muchos problemas; hay personas que no son muy receptivas con los inmigrantes y hay que cambiar y sensibilizar a la sociedad», asegura.

Todos, los que están y pasaron, han trabajado en la que es durante un tiempo su casa, la mantienen limpia, decorada y la cuidan porque saben el valor que tiene para los que pasan unos meses aquí. Por eso se han esmerado en recuperar el jardín del convento para el Día del Refugiado y abrirlo a la ciudadanía, símbolo de que con el trabajo en equipo y la solidaridad es posible un futuro mejor para todos.