Aquel pato al limón me hizo volver el día siguiente al Gaddi´s, el restaurante de alta cocina del Peninsula de Hong Kong. Felicité a la joven ayudante del director del hotel. Seda asiática sobre terso acero. Me comentó que no era sólo el mérito de sus colegas. En un lejano mes de diciembre de 1928, cuando inauguraron el Peninsula, los empleados chinos, sin que lo supieran los «Gweilos», los diablos extranjeros, pusieron el hotel bajo la protección de la deidad favorita de los habitantes de Hong Kong: Tin Hau, la Reina del Cielo. Diosa marinera que cuida a aquellos que surcan los mares.

Desde aquel día los propietarios del hotel – la Hong Kong and Shanghai Hotels Ltd – lo tuvieron muy claro. El Peninsula, firmemente instalado en su enclave de Kowloon, en plena Victoria Harbour, estaba predestinado a ser uno de los grandes hoteles al este del Canal de Suez. Y, desde luego, junto a sus legendarios antecesores, el Taj Mahal de Bombay y el Raffles en Singapur, una de las joyas de la diadema imperial británica.

The Peninsula. «La Gran Dama del Lejano Oriente» fue en aquellos años entre las dos guerras mundiales la última frontera. Alojarse en el Pen, lindando con algo tenebroso e imprevisible, que empezaba a unos pocos kilómetros de las puertas del hotel, tenía algo muy especial. Era como encontrase en los confines de la civilización occidental un club de Mayfair, con un claro toque de distinción, cálido y relajado al mismo tiempo, donde todos se conocían y el personal era tan perfecto y amable que nadie se sentía en un hotel. La inmensa mayoría de sus clientes llegaban en barco, de Europa o Norteamérica. Algunos incluso en tren. Con el Transiberiano desde Moscú. Hong Kong era el final del trayecto. Intento imaginar cómo sería entonces el Fore Court, el gran salón del Peninsula. Donde la high society de la colonia británica se exhibía junto a distinguidos viajeros llegados desde todo los rincones del mundo a la Bahía del Aire Perfumado. Tuvo que ser un escenario deslumbrante. Amplios ventanales arqueados y una profusión de plantas subtropicales, con las enormes aspas de los ventiladores girando serenamente sobre aquella congregación en estado de encantamiento.

Pero aquel mundo al que los dioses sonreían saltó un día por los aires. Fue en 1941. En el día de Navidad. La batalla de Hong Kong había terminado. En el salón de la Suite Real, en el tercer piso, el gobernador de Hong Kong Sir Mark Aitchison-Young firmaba el acta de rendición de la colonia a las fuerzas imperiales japonesas. El hotel, rebautizado como el Hotel Toa por los ocupantes, se convirtió en su cuartel general. Sir Mark permaneció un par de meses confinado en una de las suites. De allí fue enviado a un campo de concentración japonés en Shanghai.

Al final del verano de 1945, después de la derrota de Japón, la Royal Navy y un alto dignatario de la Corona, Sir Cecil Harcourt devolvían la colonia a un bastante debilitado Imperio Británico. Habían sido años muy duros para el Peninsula y para Hong Kong. Pero a los pocos meses ambos habían recuperado su tono vital. No sé lo que hubiera pensado aquel implacable general japonés, en aquella aciaga Navidad de 1941 si alguien le hubiera dicho que los propietarios del Peninsula inaugurarían, sesenta y seis años después, un espectacular hotel Peninsula en Tokio, enfrente del Palacio del Emperador. Indudablemente, Tin Hau, la Reina del Cielo, había hecho bien su trabajo.