­­Cuando el gobernante pone el foco en cierto tipo de problemas, a veces se produce un efecto paradójico: afloran los casos mucho más que antes, y parece que el problema aumente. Ello ha sucedido con la violencia machista: tras siglos (incluido casi todo el XX) sin considerarla ni tan solo reprobable, las medidas legales para reducirla multiplicaron las denuncias y con ello la presencia mediática.

Puede entenderse que ello atribule al gobernante, más aún si pensamos que los crímenes de género responden a estereotipos culturales que no se eliminan por decreto, sino por evolución generacional en el mejor de los casos (y en el peor, ni así). Pero la tribulación no autoriza al gobernante a proponer la censura de los medios como solución. Y esto es lo que ha hecho la ministra Leire Pajín al activar un borrador sobre la forma en que las televisiones deberían recoger este tipo de noticias, con orientaciones que van desde la duración en segundos hasta modelos de redacción. Es decir: una interferencia total en la tarea profesional de los periodistas.

Cabe reconocer que tal actitud cuenta con abundantes precedentes en campos diversos. Para empezar por uno frívolo, el sabado en la final de Wembley saltó un espontáneo al terreno de juego, y las cámaras lo ignoraron siguiendo una consigna que se justifica en evitar la imitación. En un terreno más serio, periódicamente los bomberos aconsejan a los medios que eviten las imágenes espectaculares de grandes llamaradas en los incendios forestales, porque su contemplación activa el instinto de los pirómanos. Un servidor tuvo un director de periódico que desaconsejaba divulgar los suicidios; su tesis era también la del contagio, especialmente si se daban detalles sobre el método y su eficacia. Pero el buen fin también se argumenta para decisiones de calado, como censurar los comunicados de ETA y los vídeos de Al Qaeda o silenciar las acciones «malas» de los »buenos», o sea, los excesos de los aparatos del Estado. Y, desde luego, para repartir los tiempos de la información electoral.

En el rascar y el censurar todo es empezar. Afortunadamente, los reiterados intentos del poder (de todos los poderes) chocan con el consenso social favorable a la transparencia, aunque no cabe bajar la guardia: ningún consenso es irreversible, como saben bien los profesionales de la propaganda. Las apelaciones al buen fin, antesala del recurso al miedo, son poderosas. Como si el mejor fin posible no fuera la libertad y el mayor miedo, el de perderla.