A la pregunta de cuántas personas se reunieron en Cuatro Vientos con Benedicto XVI en la reciente Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) de Madrid, el director ejecutivo de la organización, Yago de la Cierva, acaba de responder en la revista «Vida Nueva» que las cifras han de darlas las autoridades, pero que sí existe constancia de que en dicho acto había 1,52 millones de teléfonos conectados. Un teléfono, un alma; más las desprovistas de terminal; más las almas de aquellos que comunicaban con los presentes en el aeródromo madrileño. En total, una multitud que sitúa a la JMJ española entre las más concurridas de la historia, junto a las de Filipinas (1995 y cinco millones de asistentes); Roma (2000, con tres millones), o Colonia (2005 y 2,5 millones de fieles). Y la JMJ de 2013 en Brasil, el país del mundo con más católicos, podría resultar apoteósica (por si sirve de referencia comparativa, La Meca del Islam recibe al año unos 13 millones de peregrinos).

Sin embargo, en los mensajes del Papa Ratzinger sigue menudeando la idea de que los tiempos contemporáneos viven bajo el signo de la «ausencia de Dios». ¿Cómo se explica este contraste entre una Iglesia capaz de realizar convocatorias tan numerosas y un pontífice, su líder, que insiste en la dificultad para captar a Dios? ¿Pesimismo agustiniano de Benedicto XVI –que Juan Pablo II no mostraba en idénticas concentraciones de católicos–, o realismo pastoral?

Justo antes del encuentro de Cuatro Vientos, Ratzinger ya se había referido en dos ocasiones al «eclipse de Dios», una expresión acuñada en 1970 por el filósofo y teólogo judío Martin Buber y parecida a la «muerte de Dios» que la teología católica de la secularización producía en esa misma época en Estados Unidos. La expresión «eclipse» es ambigua. Por una parte, da a entender de que un cuerpo celeste, pongamos, sigue enviando sus rayos, pero un objeto interpuesto impide que éstos sean observados por el hombre. Pero por otro lado, según Buber, el eclipse se ha producido por el afán del hombre en objetivar, de distanciarse de cualquier referencia religiosa o divina, en lugar de cultivar una relación personal con la divinidad.

Sea como fuere, al «eclipse de Dios» se refirió Benedicto XVI en el mensaje previo a la JMJ de Madrid –«la cultura actual, en algunas partes del mundo, sobre todo en Occidente, tiende a excluir a Dios, o a considerar la fe como un hecho privado, sin ninguna relevancia en la vida social», y más particularmente en la víspera de Cuatro Vientos, durante el encuentro con religiosas jóvenes en el Patio de los Reyes de El Escorial, cuando afirmó que «se constata una especie de «eclipse de Dios», una cierta amnesia, más aún, un verdadero rechazo del cristianismo».

Y tras la estancia en Madrid, de regreso en Castel Gandolfo, Benedicto XVI celebró su acostumbrado encuentro con exalumnos y estudioso del «Círculo de Ratzinger», al término del cual incidió de nuevo en la «ausencia de Dios en una tierra árida».

Existe un interesante dato biográfico de Ratzinger que el vaticanista Andrea Tornielli, periodista del diario milanés Il Giornale, recoge en su libro Benedicto XVI, el custodio de la fe. El joven sacerdote Joseph Ratzinger llega en 1951 a su primer destino parroquial, en Múnich. Al trabajar con los jóvenes, percibe la dificultad para dirigirse a ellos y escribe tiempo después el texto titulado Los nuevos paganos y la Iglesia. Apostilla Tornielli que «estamos en el inicio de la década de 1950 y la Iglesia de Pío XII está hecha de grandes reuniones y da la impresión de ser muy competente, pero Ratzinger nota ya que la cristianización está en acto, y constata que la sociedad ya no es naturalmente cristiana, como hacía algunas decenas de años».

En efecto, si hay que buscar el origen de los actos multitudinarios en la Iglesia, no se hallarán en el pontificado de Juan Pablo II, sino en el de Pío XII, quien ya antes, como cardenal Pacelli y secretario de Estado del Vaticano, había realizado viajes al extranjero, particularmente a las Américas, en los que había reunido a multitudes. Los congresos eucarísticos internacionales son otra de las raíces de las grandes reuniones católicas, y cabe recordar que a Hitler le sacaban de quicio por tratarse de las únicas concentraciones que competían, y superaban, en número sus aquelarres de Nuremberg o Berlín.

Después, durante su pontificado, Pío XII extrajo todo el potencial a las concentraciones de católicos y fue el primer Papa con amplio aprovechamiento de la naciente televisión. Sin embargo, en la parroquia de la Sangre Preciosísima, en Múnich, un joven sacerdote percibía que los jóvenes ya no eran capaces de Dios. No cabe duda de que las JMJ han recuperado a una parte de la juventud para la Iglesia, pero en la silla de Pedro se sienta un papa teólogo que diferencia entre la espectacularidad y la realidad.