Yo (me ac)uso (d)el «PowerPoint». Lo confieso. Me declaro usuario del programa informático con esa denominación, que, como su traducción literal sugiere, ha logrado «enchufar» –bien es cierto que ayudado por las limitaciones derivadas de un oligopolio, si no, a veces, monopolio, de oferta efectiva– a miles de personas en todo el mundo, que, al menos por alusiones, pueden verse afectadas por la iniciativa del partido político que pretende erigirse en defensor de los «sufridos destinatarios» de las presentaciones elaboradas con dicho programa.

El recurso a tales proyecciones lo he venido manteniendo pese al cierto descrédito imperante en algunos sectores del mundo académico, que lo asocian a una especie de demérito de los profesores o ponentes que lo utilizan en sus exposiciones. Y qué decir de esas presentaciones estandarizadas que se exhiben machaconamente en las más diversas reuniones de trabajo en empresas, con imágenes estereotipadas o párrafos completos que el expositor se limita a leer… Ahora bien, ¿son realmente esas posibles deficiencias inherentes al programa informático? He conocido a intervinientes que prescindían totalmente del uso de la tecnología de la pizarra y que basaban sus alocuciones en una lectura, con puntos y comas, de un manual; a otros, que, exhibiendo un gran dominio de la caligrafía, reproducían en el encerado –sin una explicación secuencial– largas fórmulas que estaban disponibles en los textos… No, no parece que emplear herramientas informáticas sea una condición necesaria para lograr una exposición aburrida.

Desde mi punto de vista, el uso de los recursos didácticos no debe hacer perder nunca de vista el núcleo de las cuestiones esenciales. La mayor o menor bondad del ponente o del docente es bastante independiente de los medios de apoyo utilizados. Además, no hay que olvidar que otra vertiente fundamental, igualmente diferenciada, concierne al nivel y a la propia calidad de los conocimientos o informaciones que se trasladan. Así, el resultado de una actividad de transmisión del conocimiento es función, como mínimo, de un vector tridimensional: relevancia del contenido, cualidades expositivas y recursos complementarios utilizados.

Cuando, hace ya treinta años, comencé mi actividad docente, los únicos recursos a emplear en las clases eran la pizarra y la tiza (que, sorprendentemente, en bastantes centros se han mantenido completamente inmunes a los cambios tecnológicos) y, en su caso, la distribución de fotocopias. Los programas informáticos –después de una etapa de transición con el uso de retroproyectores–, junto con los ordenadores personales y los cañones de vídeo, han venido simplemente a ampliar y facilitar enormemente las tareas expositivas. Son herramientas completamente neutrales, sin que en modo alguno quepa imputarles el mal uso que se pueda hacer de las mismas. Quien conciba una proyección como una forma de plasmar literalmente el discurso de una intervención estará realizando una práctica inadecuada e ineficiente. Resulta mucho más económico y productivo poner a disposición los textos correspondientes sin necesidad de presencia física. En cambio, ¿es perjudicial utilizar un programa informático para sintetizar un esquema que sirva como marco de una exposición, para representar la evolución de variables económicas, para reproducir una imagen…? ¿Lo es ahorrar tiempo en las sesiones presenciales al no tener que elaborar in situ contenidos necesarios?

Impartí mi primera conferencia formal, centrada en las medidas de creación directa de empleo, en el año 1984, sin ningún tipo de soporte gráfico (entonces ni siquiera se planteaba esa posibilidad). Disertar sobre programas de empleo público y de subvenciones al empleo me resultó bastante cómodo, pero, honradamente, estimo que los asistentes tal vez podrían haber sacado más provecho de las explicaciones si hubiesen estado complementadas con algunos esquemas y gráficos.

Por supuesto, sería inconcebible asistir a un recital de poesía en el que el recitador fuera leyendo el texto proyectado de los poemas, pero creo que la situación es bien distinta si se trata, por ejemplo, de analizar la relación entre el paro y la inflación, de explicar la ordenación de la tabla periódica de elementos químicos o de comentar los principales rasgos de Las Meninas, que, en las clases de historia del arte de comienzos de los años setenta, nos veíamos obligados a imaginar al hilo de la disertación del profesor.

A la vista de la propia experiencia personal de varias décadas, considero que una intervención pública se controla mejor si no hay ningún elemento de autodistracción, pero también que la soledad de la palabra queda normalmente en inferioridad de condiciones frente a una adecuada alianza de aquella con la imagen, evidentemente, cuando, por las características de la materia a tratar, sea preciso recurrir a datos, gráficos o esquemas. He asistido a conferencias de significados académicos enemigos declarados de los soportes tecnológicos que, a última hora, pedían que se distribuyera entre los asistentes algún cuadro numérico o alguna gráfica representativa de la evolución de una variable económica.

En definitiva, una cosa es el contenido, otra el enfoque didáctico y otra los elementos de apoyo. Si se acepta esta perspectiva, habría que convenir que no debe confundirse el medio con su más o menos correcta utilización. Aunque seguramente hay personas que se consideran sufridas lectoras (normalmente, es verdad que con libertad de elección), sería un tanto difícil de justificar la creación de una plataforma contra el uso del libro. Ciertamente, hay presentaciones auténticamente insufribles, pero sería bastante injusto culpar al soporte instrumental. El «PowerPoint» se limita a ser el mensajero, cuya eliminación no suele resultar muy eficaz para resolver los problemas de fondo.

Particularmente, estoy convencido de que si, hipotéticamente, por la vía de las recomendaciones de pautas de buena comunicación, disminuyera el poder efectivo del «PowerPoint», sería necesario recurrir a algún otro artilugio orientado a potenciar las tareas expositivas e interpretativas (naturalmente, siempre que lo requieran). Pero, después de todo, bienvenidos sean los aldabonazos para reinventar los métodos de enseñanza y comunicación en la nueva sociedad.

José M. Domínguez Martínez es catedrático de Hacienda Pública de la Universidad de Málaga