Decía Baudelaire en uno de sus apuntes que las obras de arte son «los domingos de la vida». Quería decir con ello, decimos nosotros, que constituyen un remanso de espiritualidad para quienes tienen que dedicar el resto de la semana a ganarse el sustento. Se deduce de aquí que al poeta francés le gustaban los domingos, aunque en su caso la distinción entre los días de la semana no debía tener mucho sentido, viviendo como vivía en un domingo permanente. ¡Y quizá por eso mismo le gustaban! Sea como fuere, una amenaza se cierne ahora sobre la institución dominical: la ley de liberalización de horarios comerciales que prepara el gobierno de la Comunidad de Madrid. Su propósito es permitir a cualquier establecimiento, grande o pequeño, abrir cuando quiera. O sea, poner en marcha una pequeña gran revolución de la vida urbana, transformando los domingos de la vida baudelerianos en un trasunto del lunes.

Esta idea de la semana total ha provocado las previsibles reacciones iniciales. Sindicatos, pequeños comerciantes y gobiernos autonómicos se han declarado contrarios: se invoca el derecho al descanso, el miedo a las grandes superficies, la protección del ultramarinos. Mientras, los ciudadanos oscilan entre la alegría y un vago temor a lo desconocido.

No deja de ser llamativo que la liberalización se interprete como una obligación de abrir, cuando, en realidad, lo único que se hace es permitir a quien tiene una tienda que la abra, si quiere, cuando quiera. ¿Por qué no abrir seis horas el domingo y cerrar el lunes por la mañana? Para eso, claro, hay que hacer también la reforma laboral. Pero párese el lector un momento a pensarlo: si tuviera un comercio, ¿no querría tener la libertad de abrirlo y cerrarlo a voluntad? Pues parece que no, que el comerciante quiere proteger su cuota de negocio, perpetuando un proteccionismo medieval que impide a los demás hacerle la competencia. Y son los ciudadanos quienes pagan las consecuencias.

Quien padezca un horario laboral exigente o tenga que llevar adelante una familia con hijos, seguramente agradecerá que los comercios le faciliten la vida, en lugar de complicársela, porque apenas dispondrá del fin de semana para realizar sus compras. Otro tanto habría que decir de los servicios bancarios e incluso administrativos, que bien podrían reorganizarse para atender al público durante, al menos, una parte del fin de semana. Esto empieza a ser posible gracias a internet, pero, entre nosotros, sólo lentamente. También la red sirve para comprar un domingo cualquiera en el que sucumbimos al tedio infinito del ocio secular.

Ahora bien, las tiendas online no dan vida a las ciudades; el comercio, sí. Hay una vibración diferente en los centros urbanos cuando las tiendas están abiertas, una mayor sensación de vida, de esa actividad que la cultura protestante contrapone a la melancolía improductiva del perezoso. Recordemos que la Iglesia católica ha sido la tradicional defensora del domingo como día de descanso y recogimiento, con lo que se deduce que los sindicatos, que también parecen anclados en otra época, querrían que todos pasáramos ese día haciendo punto en casa como una viuda de Plasencia. De alguna forma, la posibilidad de que la gente se dedique al shopping, en lugar de ir a misa de doce o a la casa del pueblo, nos parece molesta. Pero, como escribía Susan Sontag, vivimos en la «época de las compras», y a nadie se le obliga a pasar el fin de semana en un centro comercial, en vez de leer a Tolstoi en su casa. Son los frutos amargos de la libertad.

En realidad, es precisamente en el trasfondo del argumento eclesiástico donde hay que buscar la objeción de mayor peso a la liberalización de los horarios comerciales. ¿Necesita la sociedad en su conjunto un día de asueto psicológico, una pausa simbólica en el curso de su actividad? Es debatible, aunque yo diría que no, o, mejor dicho, que ya no. Para bien o para mal, el tejido social y nuestras propias vidas se han hecho flexibles, elásticas, complejas. No se ve por qué, en semejante contexto, la autoridad estatal tiene que decidir que hay un día a la semana en la que uno no puede bajar al centro a comprarse un neceser.

Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga