Veo en la prensa una fotografía de Paul McCartney con motivo de sus felices setenta. El ex Beatle exhibe una guitarra que lleva pintada, ¿cómo no? la Union Jack. ¿Puede haber alguna imagen más elocuente de la marca país?

La bandera británica lo mismo puede adornar una guitarra que unos calzoncillos o un rollo de papel higiénico sin que nadie se rasgue por ello las vestiduras, como ocurre en otras partes con esos símbolos patrióticos.

Algo parecido ocurre con las barras y estrellas o con la cruz blanca sobre fondo rojo de la bandera helvética, símbolos a los que recurren muchas veces las empresas de esos países para mejorar la aceptación de sus productos lo mismo dentro que fuera de sus fronteras.

Viene todo esto a cuenta del debate que no cesa aquí sobre la necesidad que tenemos españoles de hacer mucho más visible nuestra propia marca para, entre otras cosas, superar viejos estereotipos, que nos identifican aún con los toros y el flamenco, a los que se han sumado últimamente, para nuestra desgracia, el ladrillo y la acompañante corrupción.

Pero la marca país empieza en casa. No se puede convencer a los demás de aquello en lo que uno mismo no parece creer demasiado. Y ha habido siempre en este país un problema de papanatismo que hace que desconfiemos de lo propio y valoremos siempre lo ajeno aunque pueda ser inferior.

¿Quién compraría por ejemplo una máquina de afeitar o un electrodoméstico que se llamase «Moreno»? Pero todo el mundo está orgulloso de sus aparatos «Braun», que es el equivalente de ese apellido en alemán. Y ¿presumiríamos tanto de un automóvil que se hubiera bautizado «Coche del Pueblo» que de un VW, es decir de un Volkswagen, que es como se bautizó bajo Hitler a ese coche destinado en principio a las masas.

Tanto Braun como Volkswagen, Siemens, Bosch y tantas otras marcas alemanas se han convertido en sinónimo de calidad y fiabilidad de sus respectivos productos.

Pero no. Por culpa de ese papanatismo, que nos hace infravalorar siempre lo propio, nuestros industriales tienden muchas veces a dar a sus productos una falsa identidad, una marca que suene a extranjera porque piensan con razón que así tendrán mejor aceptación tanto dentro como fuera.

Y así contribuimos con productos de excelente calidad y diseño como los de moda a reforzar la imagen de otros países, como pueden ser Italia o Gran Bretaña, al elegir nombres italianos o ingleses para la ropa, el calzado, la perfumería u otros muchos productos fabricados aquí y capaces de competir ventajosamente en cuanto a calidad y presentación con muchos ajenos.

Puede ocurrir que a las empresas en cuestión no les importe demasiado porque de lo que se trata es de vender, cualquiera que sea la estratagema utilizada. Pero al país y al conjunto de sus industrias, incluida una tan poderosa como es el turismo, sí debería importarles el que se pierda una posibilidad de acabar con viejos estereotipos y presentar una imagen mucho más acorde con la realidad actual.

En el caso español, por ejemplo, acontecimientos de repercusión internacional como la exposición de Sevilla de 1992, los Juegos Olímpicos de Barcelona y la construcción del museo Guggenheim en Bilbao, sirvieron en su momento para impulsar el turismo hacia esas ciudades y dar una imagen de modernidad y eficacia que beneficiaron a la nación en su conjunto.

Y lo mismo pasa con las grandes exposiciones que organizan por ejemplo El Prado, el museo Thyssen-Bornemisza o los estrenos operísticos mundiales del Teatro Real porque no olvidemos que la cultura es uno de los elementos que más contribuyen a reforzar positivamente la imagen exterior de un país.

Precisamente ahora, cuando por culpa de la crisis sólo se asocia a España con el despilfarro de muchos gobiernos regionales y con la irresponsabilidad de tantos políticos y banqueros, se hace más urgente que nunca olvidarse de papanatismos , injustificados complejos de inferioridad y estrategias egoístas y cortoplacistas, y pensar en cómo reforzar fuera, en beneficio de todos, la marca España.