­ «Me gusta cuando corres, porque estás como ausente», me dice mi amigo Arturito Torremocha mientras bebe en el chiringuito un gin tonic con pipas de calabaza, humo blanco y hojas de margarita. A lo lejos vemos a un perro paseando a un señor mientras el recogedor de sandías desentierra éstas de la orilla y las distribuye por las camas-hamacas.

«Quítale las pepitas, por fa», le dice una astrohúngara pija con triquini que fuma mentolado en boquilla. Un hidropedal para dos en el que van seis se hunde en lontananza. El cielo está azul sucio y sopla el poniente. Hay pañuelitos en la mar. Arturito cree que si corro no estoy cerca y así no le doy la lata. Yo le replico que si no estoy cerca tampoco puedo invitarlo y entonces busca al camarero con la mirada pero como es imposible encontrársela, la mirada, opta por dar un grito y pedirle otro gin tonic, esta vez un Larios con tónica sin complicaciones. Los nuevos gin tonics saben a campo y tierra mojada; a lluvia fresca de primavera, a azahar y atardecer. Sí, y a clavo. No la flor, sino del verbo clavar.

Murakami. Lo de correr viene porque a mí me ha dado ahora por ahí y además él está leyendo un libro de Murakami, De qué hablo cuando hablo de correr, y, claro, se le están pegando todas las reflexiones del japonés sobre tal práctica deportiva. Esas y algunas más de su cosecha. Antes, antes de leer tal libro, su máxima sobre esa actividad era la que el lector ya adivina, «correr es de cobardes». O «no por mucho correr amanece más temprano». Un pensamiento que no logré cambiarle por mucho que le diera a leer Correr, de Jean Echenoz, librito sublime y absorbente sobre la vida del mítico Zatopek, aquel atleta checo prodigio de la naturaleza, víctima de la política, adorado en su país, ganador de muchas medallas, represaliado. Un tipo que, luego de la gloria, se vio de basurero en su querida Praga. La gente a su paso quitaba los cubos y los echaba al camión para que él no tuviera que hacerlo. Lo más lejos que ha corrido Arturito en su vida habrán sido los cinco o seis metros que separan su puesto de trabajo de la puerta, una vez que dan las 14.30, que como todo el mundo sabe es la hora de irse si tu jornada acaba a las 15. Hay gente a la que la inteligencia le persigue pero ellos son más rápidos. A veces es bueno correr sólo para ver quién lo sigue a uno. O como dijo un sabio, si has corrido cien metros, podrás correr ciento uno.

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Honduras. El que suscribe tampoco ha corrido mucho en la vida. De atletismo hablamos, no vayamos ahora a meternos en honduras. Sobre todo porque nos ganó en fútbol. Corriendo se cansa uno y suda y gastas unas calorías que no sabes si te van a servir dentro de un año si la crisis sigue así. O eso pensaba yo. Ahora, luego de unos días, experimento ciertas sensaciones inéditas. Arturito diría: sí, plumilla, experimentas agujetas, mal sabor de boca, dolor de empeine porque te has comprado las zapatillas pequeñas y un presentimiento fetén a los veinte minutos sobre las no pocas posibilidades existentes de echar el estómago por la boca si es que antes no se te termina de desbocar el corazón, que no te latía así desde sabe Dios cuando, incluyendo las prácticas no deportivas. Le replico que no, que siento la libertad, la adrenalina liberándose, las toxinas huyendo, más elasticidad, un sueño mejor, que estoy más optimista incluso. Pero él va a lo suyo y me pregunta si corriendo se liga algo más que un resfriado y me recomienda que mejor me compre un perro. Él tiene uno, se llama José Manuel, es un bóxer y dice que las chicas siempre lo acarician y le preguntan cómo se llama. A José Manuel, no a Arturito. Mi amigo sigue con sus consejos («perro corredor, poco mordedor») y me conmina a que no me obsesione con correr, que de ahí a estar un poco Forrest va un paso. Lo oigo atento. Y me voy corriendo, claro.