En cuanto a España le retiraron las anfetaminas del ladrillo, se desplomó su economía dopada. Cuatro años después, tomaba posesión en Madrid un nuevo presidente del Tribunal Supremo más sedentario que su predecesor, pero los corrillos estaban copados por las quinielas sobre la identidad del tecnócrata que sustituiría al desvanecido Mariano Rajoy. La respuesta llegaría esa misma semana, que es la actual. El Mario Monti español es Mario Draghi. El Gobierno nacional elegido democráticamente sólo aporta la desesperación y el tremendismo, la terapia procede de instancias extranjeras que nadie recuerda haber votado. Si Rajoy tuviera sentido del humor, convocaría una rueda de prensa para anunciar que no permanecerá en La Moncloa más de dos legislaturas.

Draghi y cierra España. Al pronunciar la sentencia absolutoria con sus aires de alumno aplicado de Goldman Sachs y su sonrisa a medio esbozar, el presidente del Banco Central Europeo se relame de su poder. La angustia española ha obviado el ejercicio de soberbia del financiero italiano, que se apropió de una salvación personalizada. El pasado jueves desmentía las declaraciones efectuadas una semana antes a Le Monde, pero nadie cursa reclamaciones en un barco a la deriva. Quienes ensalzan las cualidades que le han permitido atajar temporalmente la desbocada prima española olvidan que el banquero italiano le ha infligido un daño brutal a la economía. En concreto, ha anulado cualquier pretensión científica de esa disciplina. Si se altera en miles de millones de euros con una leve declaración chamánica, no existe ningún criterio racional para gobernarla. Incluso un político precisa un esfuerzo superior para persuadir a sus votantes.

En cuanto se apague el eco de las palabras de Draghi, también se desharán sus efectos. Pese a la fruición que demostraba al pronunciarlas, ni el emisor del mensaje apaciguador conoce la procedencia de su poder. También ignora en cuántas ocasiones puede reiterar su sentencia antes de que se tiña de incredulidad. En el lenguaje profano, los acreedores aflojarán la presión si ven el dinero. Pese a las palabras del nuevo líder italiano de la economía —y por tanto, de la política— española, nadie sabe de dónde van a salir los nuevos fondos de salvación. O peor, se ha anunciado que aflorarán de la ingeniería financiera que condujo a la crisis originaria.

Después de la enésima cumbre europea, los dirigentes de la UE volaron a China con la intención de mendigar una limosna miliardaria para el primer mundo. Los dirigentes de Pekín respondieron aproximadamente que «los europeos son unos vagos en declive, y la solución para su crisis es que se tomen menos vacaciones». Por motivos obvios, el resultado de la embajada no alcanzó una amplia resonancia en el seno de los países europeos, aunque el Banco Mundial la calificó de morrocotudo error. Ahora, Draghi adquiere un rango mesiánico apoyándose en el éxito del BCE a la hora de contener la inflación. Paradójicamente, su funcionamiento como aliviadero español compromete el currículum impoluto y embridado de la institución.

Al otro lado del servicio de socorro, la suerte de Rajoy parecía pender de un reloj similar al artefacto que mide la proximidad al cataclismo nuclear, concebido como la llegada de la medianoche. El Gobierno ha estado oficialmente a sólo un par de minutos de las doce. La intervención taumatúrgica de Draghi hizo que las agujas retrocedieran provisionalmente unos diez minutos, siempre en la región de la alarma. Dada la escasa fiabilidad de la economía, tampoco cabe descartar que el mecanismo de relojería atrase y que algún día se informe de que la medianoche de la insolvencia fue superada tiempo ha.

El ciudadano más despreocupado ante el aterrizaje de un tecnócrata es Rajoy. Aparte de la probabilidad de que ya no se encuentre en La Moncloa cuando le quieran comunicar el recambio —su agenda rala alienta las hipótesis sobre un exilio—, siempre le ha tranquilizado la dispersión de la atención hacia otros focos, porque relaja la tensión en torno a su persona. A falta de validos, anda sobrado de desvalidos, en un Gobierno que se desgasta a la velocidad de su presidente. Al igual que Gila solicitaba «parar la guerra a la hora del fútbol», habría que solicitar a Merkel que no rescate a España durante las vacaciones de agosto ni a la hora impropia de la siesta. Y mientras las fuerzas vivas se preguntan por la identidad del Monti español, un número creciente de votantes busca al equivalente del radical griego Tsipras. Por no hablar de la imperiosa necesidad de un tecnócrata para salvar al PSOE.