A Romney le están apuñalando sus propias frases. Primero fue aquella del 47% de ciudadanos que viven a costa del Estado, y que a él no le interesan. Aun no se había repuesto cuando le llega del pasado otra puñalada, la de su frase «Dejad que Detroit quiebre». O sea: dejemos a su suerte a la industria del automóvil con cientos de miles de empleos. No son frases de campaña, es cierto, son regüeldos, retornos de digestiones antiguas, pero por eso tienen más valor. No cuenta tanto lo que en sí mismas digan, ni la parte de razón que puedan o no tener, como la falta de piedad y de cualquier cosa parecida al corazón que revelan. De la boca de Romney ha salido lo que en el fondo piensa, y en privado comenta, el estamento de ejecutivos liberales que es hoy la clase dirigente en el mundo, a la que debemos esta crisis y que ahora pretende convencernos de tener las recetas para sacarnos de ella.