Apenas son doce segundos. Veinte, si te mantienes concentrado y en una posición atlética lo suficientemente privilegiada como para elevarte por encima del resto de cabezas. El vagón deja atrás la oscuridad del túnel y se introduce en un trozo de estación inmaculada, siniestra del modo en el que únicamente saben serlo la copa de las telerañas y las muñecas antiguas. En Barcelona existen dos estaciones de metro que nunca han llegado a utilizarse, dos grutas perfiladas y dispuestas a recibir al viajero de otra década que fueron indefinidamente postergadas por un cambio de planes. Un chorro fantasmal, una cucharada bien merada de misterio que ha servido para destruir conversaciones anodinas y acompañar el tránsito de cientos de turistas y barceloneses. Nada, por supuesto, que en Málaga no pueda superarse. Andalucía, en cuestiones de metro, está todavía más cualificada. Al menos, en una categoría rigurosamente macabra.

En Jaén, en plena oleada de Zarrías y del nuevo desarrollismo, se construyó un tranvía innecesario que meses después de inaugurarse solamente ha completado un trayecto; con sacos de cemento, además, para no molestar a la empresa local de transporte. Granada es una cruz de barro y Málaga acumula fechas y ruido inútilmente, con el único bagaje en claro del movimiento de tierra. Después de lustros de planificación e inversiones, la infraestructura utilizada por la Junta como paladín de la modernidad está a punto de convertirse en un inmenso cadáver. Un monumento fúnebre, con rutas subterráneas jamás transitadas por ningún viajero, un tajo de fin de época, de paradigma del desastre. La última ocurrencia suena a desesperación, la misma que siente Izquierda Unida al manejar una patata caliente que estaba pensada, en principio, para el PP.

Los políticos han manejado el asunto como si se tratara del Genius Loci, el espíritu del lugar, que, según algunas tradiciones gnósticas, podía ser condescendiente o diabólico en función de su abordaje. Los partidos han malgastado energía y tiempo en el cálculo baboso de quién podría ponerse la última medalla; se han dado situaciones realmente vergonzosas, con el Ayuntamiento enfrascado en aquella cruzada dilatoria de los planes de tráfico, que ya suena casi a prehistoria, dada la magnitud y responsabilidad en todo el estropicio de la Junta del PSOE. Ahora se pretende que el trazado, que todavía no ha llegado a ninguna parte, avance en plena crisis como una procesión de Semana Santa hacia las playas del Este. El efecto en el tráfico, con todos esos coches y corredores que se desfondan diariamente en el paisaje, puede ser parecido a Bombay. Hace siglos, en los túneles y pasadizos subterráneos, se solían encontrar las miserias de la civilización, con monjas empalizadas y cadáveres de nacimientos políticamente no deseados. Veremos, en este caso, quien se lleva el muerto a casa. El muerto político, el muerto contemporáneo, magníficamente sellado, sin una disculpa, sin un castigo. Y a otra cosa. Por tierra, mar y aire.