El meteorito NWA 7034 fue encontrado en el 2011 en Aziz Habibi, localidad del norte de Marruecos, por el buscador y comerciante de meteoritos Jay Piatek. Lo forman tres piezas de basalto de varios centímetros cuadrados cada una de color negro aceitoso. Procede de Marte, ese planeta al que enviamos robots que los transitan y naves que orbitan alrededor de él para analizarlos al detalle y por curiosidad científica y mitológica, es decir, espoleados por el deseo de saber y por la imaginación. De hecho, de los 113 meteoritos documentados a lo largo de la historia que han viajado desde allí hasta nuestra melancólica Tierra éste es el único del que se tiene la certeza que pertenece a la superficie del planeta rojo. Se saben más cosas sobre él: que tiene unos 2000 millones de años, lo que le sitúa en la era Amazónica, la más reciente de Marte; que de cada millón de partes suyas 6000 son de agua, y que es posible que su composición se haya debido a lava volcánica enfriada con rapidez.

Los meteoritos siempre han fascinado a los seres humanos, que los han usado como amuletos, como objetos de culto o como libros de piedra donde leer paradójicamente, ya que ellos llegan desde un pasado remotísimo, el futuro. La literatura antropológica, la científica, la histórica y la esotérica está llena de pasajes protagonizados por estas rocas espaciales, a las que incluso se acusa de haber acabado con los dinosaurios. Meteoritos asesinos, meteoritos enigmáticos, meteoritos poéticos, meteoritos santos, meteoritos rayando el firmamento nocturno con sus arañazos desesperados: si se han tomado el trabajo de recorrer millones de kilómetros a lo largo de millones de años para chocar contra nosotros es que algo importante, algo esencial, tenían que decirnos. Por eso los escrutamos y los perseguimos con telescopios, con picos y palas, con teorías, con fantasías. Quién sabe sin también con el secreto deseo de reactivarlos y, como si de una nave espacial se tratara, embarcarnos en ello para escapar de un planeta que cada vez se está volviendo más obtuso y más tuerto: porque cualquier lugar, empezando por Marte, donde el hombre ya ha aterrizado en tantas ocasiones en sus novelas y en sus películas, será mejor que el nuestro.

En las fotos de los periódicos y de las páginas web, el meteorito NWA 7034 nos mira con unos ojos de humo reluciente, ojos de un volcán que no termina de despertarse, que parecen invitar a lejanías y destierros definitivos. Sus 6000 partes de agua por millón podrían ser de lágrimas, no de lagos desecados o de lluvias agotadas eras atrás. Lágrimas que los meteoritos hubieran derramado en nuestro nombre miles de años antes de conocernos. Lágrimas de civilizaciones extinguidas (de las que ellos se fugaron) o de civilizaciones en peligro de extinción. Lágrimas negras, lágrimas de basalto cementado de golpe o poco a poco en las oscuras calderas del universo. Lágrimas de advertencia y de desamor. Los ojos de este meteorito que, por primera vez en la historia de la humanidad, no esconde su origen no permiten que nos reflejemos en ellos (nuestra mirada resbala por su turbia superficie destellante), pero sí que nos identifiquemos con las preguntas que nos hacen. Esos ojos nos interrogan y, a su manera quieta y ensimismada, tan diferente del nerviosismo cauto que muestran los robots que mandamos a su patria, también nos exploran. Estemos atentos a su informe porque es posible que de él dependa la vida de nuestro planeta.