En mi ciudad, muy dada a los experimentos, hubo un tiempo en que se puso de moda la carne de caballo, y la gente hacía cola en las pocas carnicerías expendedoras. No sabía nada mal, pero el gusto tiene sus drogas fijas y le cuesta hacerse a otras, pues no sólo recibe información de las papilas gustativas, sino de nuestro fondo de mitos, en el que el caballo comparte con el humano el totémico cuerpo del centauro. Ahora bien, para tener claro que la carne de caballo se mueve en gran volumen, para formas varias de alimentación (humana y no), basta con subirse a las montañas, donde crían por miles, y gozan de una efímera libertad hasta que los bajan para el sacrificio, salvo una cuota en potrillos que se paga al lobo, y luego se cobra de la Consejería. Esta parte no es minúscula en la economía caballar, razón por la que algunos ganaderos del Norte llaman al lobo «el tratante en casa».