El escándalo de los sobres de Bárcenas ha hecho surgir una nueva modalidad deportiva entre la clase política. Una disciplina nunca vista y que realmente tiene poco de deportiva y mucho de demagógica. El lanzamiento de sueldos a la cara es el deporte más practicado por políticos de uno y otro lado bajo la bandera de la transparencia. Rajoy lanzó hace una semana el primer salariazo con un saldo de casi 50.000 euros netos como presidente del Gobierno en 2012 y de más de 100.000 como jefe de la oposición un año antes. Días después y desde el otro lado de la pista, el socialista Rubalcaba contraatacó con un sueldo de 55.000 euros sin dietas, poniendo el acento en que es la mitad de lo que ingresó el presidente del Gobierno cuando estaba en la oposición. El partido se pone interesante aunque las cifras abrumen al espectador, más acostumbrado en estos tiempos a no pasar de las tres cifras en el sueldo mensual, cuando se tiene. El objetivo del enfrentamiento es, una vez más, sacar pecho en cuanto a rectitud y honorabilidad pese a los escándalos y disparar al enemigo al mismo tiempo. Mientras, en Andalucía, Griñán prefiere la teoría a la práctica deportiva y afirma que lo que hace falta son «sueldos dignos» para que los políticos, pobrecitos, no tengan que recurrir a los sobresueldos. Y entonces es cuando el aficionado a este deporte de élite se queda boquiabierto. Resulta que los sueldazos que nuestros próceres se lanzan estos días a la cara tal vez no sean dignos y de ahí que algunos los completen con sobrecitos y generosas aportaciones anónimas. Sólo la mera insinuación merece una pitada de la grada y la devolución de la entrada a tan lamentable espectáculo.

Los reproches, acusaciones y pseudoejercicios de transparencia que están provocando los casos de corrupción no son ningún deporte ni tampoco un juego. Sino sólo un ejemplo más de la lejanía entre los políticos y los ciudadanos. Una distancia que hace que no se enteren de lo que se les reclama. Lo más preocupante es que, según los científicos, el poder aporta más inteligencia a quienes lo ejercen por una reacción natural del cerebro. Algo relacionado con la dopamina, el cortisol, el estrés y la satisfacción que se genera con el poder. Un prestigioso profesor de Psicología, Ian Robertson, se lo contaba la otra noche a Punset en su programa Redes. No soy seguidora, lo admito, pero el tema del que hablaba, directamente relacionado con los líderes políticos, el poder y la corrupción, me atrapó. Resulta que sí, que el poder hace a los líderes más inteligentes, con lo que no se trata de un problema de falta de aptitudes. Por lo visto, sus cerebros incluso son capaces de reducir el estrés que a cualquier mortal le produciría tener que tomar las importantes decisiones a las que ellos se enfrentan. Pero el problema es que sus neuronas corren el riesgo de quedarse atrapadas en ese círculo de poder, satisfacción y éxito y no ver más allá de sus narices. El fenómeno se llama falta de empatía y muchos de los gobernantes actuales presentan síntomas. Es una conclusión científica, pero no hay que ser muy listo para darse cuenta de lo evidente. Los actuales líderes están a años luz de la realidad y de momento no hay signos de mejoría. La corrupción aflora, la ciudadanía se indigna y ellos se dedican a tirarse los sueldos a la cara.