El próximo 22 de mayo se cumplen doscientos años del nacimiento de Richard Wagner. Otro bicentenario, el de Giuseppe Verdi el 10 de octubre, revitaliza en la melomanía planetaria el debate sobre afinidades y diferencias de ambos artistas. Las primeras son muy importantes y entre las segundas destaca el hecho de que la inmediata comprensión del universo verdiano no ocurre en el wagneriano. Entre aficionados, el de Wagner suele ser un amor tardío pero, eso sí, para toda la vida. Una vez interiorizada la superioridad de la armonía, la orquestación y el procedimiento narrativo de una poética musicoteatral aplicada a expresar los paradigmas globales del mundo y del ser humano, la entrega a Wagner es incondicional. Las paradojas de todo lo que es grande mantienen aún hoy adherida a su nombre la sospecha de nazismo «avant la lettre». Cuando la faz de la Tierra parece al fin desnazificada, el estereotipo sigue pesando sobre el nombre de quien no conoció ese movimiento, ni siquiera los hechos históricos que lo alumbraron. Fallecido en 1883, antes de la caída de los imperios europeos contra los que había luchado, su pensamiento fue deplorablemente desfigurado por dos «parvenus» a su esfera familiar: la esposa de su único hijo varón, Sigfrido, que matrimonió en 1915 con una inglesa llamada Winifred Williams notoriamente forzado por la implacable autoridad materna de Cósima, resuelta a no aceptar en modo alguno la homosexualidad del vástago; y el teórico racista, también inglés, Houston Stewart Chamberlain, casado en 1908 con Eva, una de las tres hijas del genio.

Cuando Hitler visita Bayreuth por vez primera (1923) encuentra en Winifred una adoradora de la patraña nacionalsocialista, y en Chamberlain un ideólogo a su medida. El führer adopta a los Wagner y a Bayreuth, incorporando sinuosamente el nombre del artista a su retablo de coartadas. Wagner había tenido el desacierto de escribir dos panfletos antijudíos, no en términos étnicos ni por objeciones políticas o religiosas, sino por su «incapacidad artística» (¡!) y su influencia social, sobre todo en el monopolio de la banca y las finanzas alemanas del XIX. Lo que tenia un fondo de arbitrario cabreo coyuntural y mundano fue convertido en declaración de principios por la vehemente teatralidad de los panfletos y por la interesada manipulación posterior. De poco sirvieron su maravilloso libreto sobre el judío Jesús de Nazaret, el amor que sentía por su padrastro Ludwig Geyer, de probada ascendencia judía, su elección de directores y cantantes judíos como intérpretes idóneos, o la presumible abominación con que hubiera recibido el nazismo, de llegar a conocerlo. Wagner fue un socialista humanista (como demuestra su gran admirador, el dramaturgo laborista británico George Bernard Shaw), íntimo amigo y camarada de trinchera del anarquista ruso Miguel Bakunin y defensor del amor humano por encima de toda ensoñación mitopolítica.

Curiosamente, en Bayreuth siguen «desnazificándose». De los dos nietos de Wagner que dirigieron el Festival tras la II guerra, Wieland siguió siendo pronazi, como su madre Winifred. Wolfgang se libró del sambenito y llegó a organizar, en los pasados ochentas, un inútil congreso de depuración del legado del abuelo. Las actuales directoras del Festival, biznietas del artista e hijas de Wolfgang, siguen empecinadas en la causa. La más joven, Katharina, intrépida izquierdista, ha encargado a un director comunista de Berlín, Frank Castorf, la dramaturgia y escenografía de la Tetralogía del bicentenario, a estrenar el próximo verano. Los wagnerianos «de toda la vida» tienen los pelos de punta, pero acabarán aceptando los excesos de Castorf -ideología contra ideología- como siempre ocurre en aquel espacio de abucheos cataclísmicos y ovaciones de más de una hora. Es dudoso que las biznietas neutralicen la mala fama. En el último «Parsifal» de la santa casa ya hemos visto, en plan exorcismo, banderolas, gallardetes y símbolos nazis. Pero el estigma sigue dentro, pegajoso y tenaz.