Una vez más el presidente de Estados Unidos decide, justiciero global, sobre la vida o la muerte de personas de un país lejos del suyo y al que probablemente no sabrá situar en el mapa la mayoría de sus conciudadanos.

Atacará, según amenaza, a un país que no le ha atacado, pero a cuyo dictador acusa de haber gaseado a su propia población. Y lo hará acogiéndose a la tan nueva como peligrosa doctrina de la «intervención humanitaria».

Como en ocasiones anteriores, también esta vez se ha demonizado al tirano, comparándolo con Hitler, con Stalin y otros genocidas del siglo XX, para hacer más digerible por la opinión pública internacional la acción militar proyectada.

Se argumenta que el sirio cruzó una línea roja que, según el premio Nobel de la Paz Barack Obama, nunca debió traspasar. Una línea roja que, sin embargo, cruzó otro dictador árabe, el iraquí Sadam Husein, en 1988, en la guerra con Irán, sin que Washington moviese entonces un dedo porque aquél era en aquel momento su aliado.

Que hayan muerto más de cien mil personas en los dos años que llevamos de guerra civil siria o que cientos de miles de personas hayan cruzado las fronteras sirias y se hayan convertido en refugiados no parece que importase hasta ahora demasiado al mundo.

La gota que colmó de pronto el vaso de la paciencia de Washington fue el empleo de armas químicas supuestamente por parte de las tropas gubernamentales.

Otra vez, como en el caso de las inexistentes armas de destrucción masiva de Irak, parece que no se quiere esperar a que los inspectores de la ONU determinen más allá de toda duda si fue en realidad el régimen, y no las fuerzas rebeldes, quien primero usó esas armas prohibidas por las convenciones de Ginebra.

Parece que el dictador sirio estaba ganando últimamente la batalla contra el llamado Ejército Libre de Siria gracias al material bélico proporcionado por Rusia y a la ayuda de Hezbolá, y esto es algo que no se podía aceptar.

Se podía haber intentado convencer a los rebeldes de que depusieran su actitud intransigente y acudieran a negociar en Ginebra sin condiciones previas, a lo que se habían negado obstinadamente. Se podía haber presionado también más a Moscú para que ejerciera su influencia sobre el líder sirio.

Y la pregunta que uno no puede menos de hacerse en este momento, la que se han hecho ya algunos, es si a través de Siria se busca acaso provocar también a Irán, su principal regional, justo cuando el nuevo Gobierno de Teherán da señales de mayor flexibilidad que el anterior de Ahmadineyad.

No parece que se haya pensado tampoco esta vez, como ocurrió ya con Irak, en las consecuencias absolutamente desastrosas desde el punto de vista humanitario, el mismo que se esgrime para justificar la intervención militar, de una nueva patada a ese avispero en que se ha convertido Oriente Próximo. Un avispero en el que abundan cada vez más los yihadistas.

Mientras nadie hace realmente nada que no sea pura retórica para resolver otro conflicto clave: el palestino-israelí.