Alguien describió a Josep Pla como un punto de vista con boina. De Alfonso Guerra se podría decir que es un señor colgado de un prejuicio. Y un prejuicio, citemos al sabio, no es sino un vicio de origen. Guerra nunca ha logrado entender del todo la España diversa y plural que esculpió el Estado autonómico. Que ayudara a construirla nada tiene que ver: en aquellos tiempos el PSOE propugnaba la emancipación de los pueblos, ni más ni menos, y la pulsión de la época conducía inequívocamente al mapa que pisamos hoy, con sus repectivas restricciones o abultamientos. Ir en contra de aquella efervescencia nacida del antifranquismo hubiera sido un suicidio. Y Guerra es un político nacido del pragmatismo, al igual que Felipe: ambos lograron asfixiar el marxismo en Suresnes para entregarse a los seductores baños del reformismo utilitario. Que su desafío obtuviera el plácet del futuro es otro asunto.

Sobre la cuestión catalana, Guerra no alberga muchas dudas. Nunca las ha tenido. Su ideario refractario posee dos vertientes. Una es simplemente de «clase». Se cimenta en los movimientos migratorios del desarrollismo de los sesenta, que enviaron grandes flujos de mano de obra andaluza hacia la burguesía catalana, un lumpen que extravió sus raíces y su historia. La otra resulta de su dependencia de una historiografía hegemonizada por los «popes» del nacionalismo español. Una historia como muy política y sin más horizontalidades que las amplias llanuras castellanas. Castilla, arriba; los demás, abajo. En sus últimos niveles pedagógicos, los de aquellos pupitres rodeados de frío, fue la que estudió la gente de su generación: la que se enseñaba en las escuelas del franquismo. Las escuelas historiográficas de las periferias no contaban. En fin, son cosas que pasan. A poco que las inquietudes se frustraran, algunas generaciones sólo han bebido de esas fuentes carpetovetónicas. Qué se le va a hacer. Peores cosas hay.

Cuando Guerra advierte de que habrá que aplicar el artículo 155 de la Constitución si Cataluña elige una posición distinta en el tablero político institucionalizado, es que sus intestinos están depositando el prejuicio del que hablamos. El prejuicio imperial. ¿Quién decide los consensos sociales o las nuevas relaciones del paisaje español si no son los propios ciudadanos y sus representantes políticos? ¿Y quién se rebela contra el derecho a decidir? El artículo 155 obliga a las autonomías a cumplir con sus «obligaciones» si actúan contra el interés general de España, o si se desvían de la Constitución. Si lo hacen, el Estado impondrá su ley. A Guerra le ha faltado pedir la movilización del Ejército, cosa que tampoco habría sorprendido a nadie. Guerra es así. Un subproducto del casticismo español que no sabe que lo es. Las castañuelas, el albero y olé y Spain is different. Mucho frentismo, buenas dosis de inmovilismo, y poca versatilidad. La presidenta andaluza, Susana Díaz, se ha apresurado a contestarle: sólo con el diálogo se puede afrontar la cuestión catalana. Pero Guerra está más cerca de Maeztu que de Costa. Hay que respetar su opinión, y hasta admirarla, pero como se admira una folclorada más, de esas que tenían el triunfo asegurado en los escenarios de medio mundo hace unos años. Algo así como Juanita Reina, La Niña de los Peines o la Terremoto. Menos mal que el debate transita por otro marco, alejado del embrujo del espectáculo.