Llegué a Marbella al día siguiente de acabar la mili en Pamplona. Fue como salir de las calderas de Pedro Botero y encontrarme en el paraíso. En una ciudad cálida, relajada y llena de luz. De tocarme las narices las veinticuatro horas del día capeando fantochadas cuarteleras a trabajar de sol a sol como periodista principiante en un periódico desconocido, con un director del que nunca había oído hablar. Era Rafael de Loma, un señor elegante, inteligente, incansable, de sonrisa fácil, inquietante, persuasivo y portador del brillo que tienen esas personas convencidas de que hacen lo que tienen que hacer. De esto hace muchos años, fue a finales del siglo pasado, en 1988. Aquel día de un incipiente otoño, mi primer día en la ciudad mágica, no me hizo preguntas ni me prejuzgó y, en lo sucesivo, no fue prepotente, ni tampoco condescendiente. Siempre se lo agradecí.

Últimamente teníamos una fugaz relación epistolar electrónica y él era tan modesto, pero tan comprometido en sus comentarios, que me avergonzaba. Esas dos cualidades son básicas para un periodista, la modestia y el compromiso. Y son difíciles, muy difíciles, de encontrar.

La redacción que él pilotaba entonces era de esas como las que de vez en cuando salen en las películas de época, invadidas por el humo del tabaco, alguna botella rodando en los cajones de las mesas, el ruido metálico, casi chirriante, de la salida del papel continuo de los teletipos, teléfonos fijos, muchas horas, griterío surrealista en cualquier momento y, al final de la jornada, la noche fresca de Marbella, con olor a jazmín. Aunque parezca lo contrario, no era nada romántico. No hubiéramos pasado ni una sola inspección de lo que fuera. Las cosas han cambiado. Ahora tenemos unos ordenadores siderales, aire acondicionado, becarios y redes sociales. A Rafael, la transformación vertiginosa del entorno periodístico no le hizo cambiar su esencia y se adaptó a las nuevas tecnologías para mantenerse igual de firme en la defensa de un periodismo crítico y honesto, en la obsesión por el oficio de contar historias verdaderas. Dejó buena muestra de ello en los artículos dominicales que escribía en La Opinión de Málaga hasta hace nada.

El lunes, al día siguiente de su entierro en Málaga, bajé al trastero y subí a casa dos cajas cerradas con ejemplares de El Sol del Mediterráneo, aquel periódico del que hablo, y pasé la tarde página a página. No pensaba escribir sobre Rafael de Loma porque me causa pesar no haberlo hecho mientras pudo leerme. Sin embargo, en la profesión del olvido que es el periodismo, es necesario recordar a quien dedicó su vida a ella. Te lo debo y tienes mi agradecimiento, admiración y cariño. Rafael, te van a poner hasta una calle en Málaga. Allí nos veremos.