Desde el final de la transición, la ley suprema de la política española ha sido no abrir el melón. Si una autonomía quería asumir alguna nueva competencia, la respuesta de los guardianes de la democracia era que no había que abrir el melón. Si se planteaba una reforma constitucional de mínimo calado, lo mismo, mejor no abrir el melón. El dichoso melón sin abrir ha ido madurando por dentro, hasta llegar a pudrirse un tanto. Ahora el Rey, sin querer, o queriendo, ha abierto el melón, y un nuevo tiempo político. Lo más curioso es que lo ha hecho a través de un procedimiento pensado para que el melón no se abra, el de la sucesión dinástica. Una vez abierto el melón la suerte está echada. ¿Suponía el Rey que la abdicación acabaría, por via refleja, abriendo el melón de la Constitución, como es casi seguro que ocurra? Cuando uno lleva dentro un niño travieso, éste acaba asomando la cabeza.