El mercado bursátil funciona gracias a una variedad de ludopatía socialmente aceptada. Acabo de leer que las acciones no permanecen en manos de los compradores más de veinte segundos. Esa es la media. Viene a ser lo que tarda la bola de la ruleta en detenerse en una casilla. Quizá por eso se habla de jugadores de Bolsa. La gente que compra acciones de empresas solventes, si las hay, para conservarlas durante años, como una forma de ahorro, son por lo visto de una ingenuidad angelical. La Bolsa exige temperamentos compulsivos. Se compra o se vende a cien por hora, bajo el efecto de una intuición, de un gin tonic, de un dato, de un suceso€ Al día siguiente de las elecciones europeas, todo el mundo esperaba con ansiedad a que abrieran las Bolsas para ver qué ocurría. Y no ocurrió nada. Cuando no ocurre nada, la prensa dice que los inversores tenían el efecto descontado. Significa que ya habían vendido o comprado antes de que fuéramos a votar. Los buenos inversores tienen un olfato semejante al que permite a los perros, en las guerras, prevenir un bombardeo media hora antes de que suceda.

Cuando murió mi abuelo, hallamos en un hueco secreto de su armario de tres cuerpos una caja de zapatos llena de acciones de una empresa sólida. Aunque estaban medio comidas por la polilla, se habían revalorizado con el paso de los años y mi padre se encontró con una pequeña fortuna. Guardar acciones, hoy, es tan arriesgado como coleccionar sellos. Ha habido gente que ha perdido fortunas con los sellos. El primer número, en cambio, de El Guerrero del Antifaz debe de valer una fortuna. Significa que la economía, en general, es una ruleta. Los expertos que compran y venden a intervalos de veinte segundos se dejan la vida delante del ordenador porque el juego no cierra nunca. Cuando cierran las Bolsas de una parte del mundo, abren las de otro. Si no te enteras a tiempo de que va a haber sequía en Vietnam, puedes tragarte una cosecha de cereales que aún no se ha sembrado. El valor de las empresas oscila en función del pánico o de la fe de sus accionistas. No existe otro instrumento de medida. Vivimos pendientes de un hilo cuyos asideros desconocemos.