Una de las mayores tonterías que se oyen y leen estos días es que la juventud no votó la Constitución y tiene derecho a hacerlo, es decir que le asiste el derecho a cada generación de poder elegir su forma de gobierno; aunque más grave me parece el anunciado referéndum catalán. Y hago las siguientes reflexiones al respecto.

No existe en el derecho internacional ningún derecho a decidir que es, simplemente, la denominación travestida del derecho a la autodeterminación nacido para descolonizar los países del Tercer Mundo. Por otro lado, ¿dónde acaba una generación y empieza otra en el devenir de los pueblos? ¿Cuál sería el momento que marca el salto de generación y el derecho a esa elección?

Quienes están demandando ahora en la calle el referéndum sobre la forma de estado pienso que caen en la incoherencia más absoluta. Porque utilizan los derechos y libertades que la Constitución otorga pretendiendo saltarse los mecanismos legales establecidos en ella.

Habría que recordar que la estructura de la convivencia social y política se articula a base de pactos y consensos políticos que se van superponiendo a lo largo del tiempo, generándose de esta manera una herencia colectiva que no es inmutable, obviamente, pero de la que tampoco se puede prescindir y menos con el precio de sangre y sacrificio que costó edificarla. ¿Estaríamos dispuestos a renunciar a nuestras herencias personales (que en definitiva es un regalo que nuestros padres nos legan para que los hijos vivamos mejor), de manera que todos y cada uno nos labremos el porvenir partiendo de cero? Pues igualmente pienso respecto de nuestra herencia constitucional que nos ha permitido convivir en paz, libertad y con un progreso en todos los órdenes como nunca en la historia de España se ha dado. De la crisis actual no tiene ninguna culpa la monarquía y parece que algunos todavía no se han enterado de que el rey reina pero no gobierna.

Asimismo hay otro elemento fundamental para la convivencia como es el respecto a la memoria de nuestros antecesores y a su herencia. Aquellos españoles que lucharon por la libertad en la posguerra y en las postrimerías del franquismo, -los vencidos en la Guerra Civil y las nuevas generaciones que no estaban dispuestas a vivir bajo una dictadura- alcanzaron un pacto con los vencedores y quienes defendían el régimen franquista. Aquellos renunciaron a sus ideales republicanos aceptando la bandera nacional, la institución monárquica y la unidad de España. Estos se hicieron el "hara-kiri" político votando su propia disolución en las Cortes para facilitar el tránsito de la dictadura a la democracia. Este fue en esencia el pacto de la transición. Bien es cierto que la mayoría de los actuales españoles no habían nacido entonces. Como tampoco la mayor parte de los que sufrimos los últimos coletazos del franquismo vivimos la Guerra Civil. Pero la memoria de quienes la padecieron pienso que debe ser respetada; como respeto merece la Constitución que legamos entre todos y aprobamos por abrumadora mayoría.

Hoy es moneda común criticar la transición. Sabemos que no fue perfecta y que quedaron cuestiones importantes que se orillaron en pro de la reconciliación. Pero ¿qué saben los que la censuran de las circunstancias que vivimos quienes la protagonizamos? ¿Qué saben de las llamadas telefónicas a deshora sin respuesta al otro lado del hilo; de esas noches en que el ruido de un camión recogiendo la basura en la noche te hacía saltar de la cama creyendo que eran tiros; o de manifestaciones prohibidas y reuniones clandestinas en que el simple hecho de que te detuvieran significaba un juicio sumario por el TOP, la cárcel o una mili de dos o tres años en el Sahara en el mejor de los casos? Y no estoy hablando de la inmediata postguerra cuando te jugabas la vida o largas condenas de cárcel, sino de los años 60 y 70.

Me vienen a la memoria dos acontecimientos que viví personalmente aquel primer semestre de 1977. Fueron los meses decisivos en que se cimentó el actual marco de convivencia gestado en la Transición, «tan vituperada» por los amnésicos deliberados, por los lobotomizados de la memoria y por los ignorantes voluntarios o involuntarios de la reciente historia democrática.

Primero. Yo estuve el 26 de enero de 1977 en la capilla ardiente de los abogados laboralistas asesinados por la ultraderecha y luego en la plaza de las Salesas de Madrid cuando salieron para el cementerio sus féretros. Me ahorro los detalles de aquel silencio transido de rabia e impotencia que nos atenazaba a quienes ocupábamos una plaza rodeada por los grises por todas partes -incluso los tejados- transformada en manifestación silenciosa y espontánea de duelo y de dolor. Un silencio que se podía cortar con el filo de una navaja interrumpido de vez en cuando por algunos gritos de angustia que surgían aisladamente en medio de la multitud. Aquella tarde en que el rey Juan Carlos asistió a dicho entierro desde un helicóptero dejó de ser ´el Breve´ para mí.

Segundo. También estuve en la fiesta que organizó el PC en un restaurante cuyo nombre no recuerdo tras el reconocimiento de la bandera roja y gualda y su aceptación de la monarquía. Puedo dar fe de la sincera alegría de aquellos viejos dirigentes del PC -que ya en 1956 habían superado la reivindicación de la República a favor de la reconciliación de los españoles-, Santiago Carrillo, Simón Sánchez Montero, Marcelino Camacho? al empezar a cumplirse aquella aspiración. En aquel acto dijo Carrillo en nombre del PC:

«En lo sucesivo la bandera con los colores oficiales del Estado figurará al lado de la bandera del Partido Comunista. Siendo una parte de ese Estado, la bandera de éste no puede ser monopolio de ninguna fracción política, y no podíamos abandonarla a los que quieren impedir, el paso pacífico a la democracia... Hemos defendido la República, y las ideas de nuestro partido son republicanas; pero hoy, la opción no es entre Monarquía o República, sino entre dictadura o democracia... España es una realidad histórica que defenderemos, y al mantener el derecho a la diversidad, defenderemos la unidad de nuestra Patria común.»

Por eso me causan perplejidad las manifestaciones de los nuevos comunistas planteando la dicotomía Monarquía o Democracia, como si estuvieran viviendo los meses previos a la proclamación de la II República. Como perplejo me quedo ante el apoyo de IU al ilusorio derecho a decidir de catalanes y vascos. ¿No es una traición a su historia y a sus mayores?

Y creo que la culpa de nuestra desmemoria, entre otras, está en la enseñanza. La historia en España se estudia desde el pasado remoto hacia el presente. Y como nuestra historia es tan dilatada, nunca se llega a estudiar el pasado inmediato que es el que más nos debe interesar pues todo presente está enraizado en él. Su desconocimiento por las nuevas generaciones resulta escandaloso y un caldo de cultivo extraordinario para todo tipo de manipulaciones y tergiversaciones.

De estudiarla al revés, es decir de delante hacia atrás, posiblemente no sería tan fácil adoctrinar a la juventud con ensoñaciones de historias míticas en que ha enraizado un independentismo periférico insolidario, o una idealizada república nada ejemplar pues, de haberlo sido, no se habría producido la terrible Guerra Civil.

Y el colmo es el evidente remedo de «proclamación popular de la República» que algunos pretenden practicar a semejanza de la de 1931 o de la propia I República tras la renuncia al trono de Amadeo de Saboya.

El tema de la forma de estado no preocupa a los españoles en estos momentos. Considero que es el momento de respetar el legado de la transición materializado en la Constitución. Y si no gusta la herencia, síganse los cauces legales para modificarla pero no nos los saltemos. Poner en riesgo la totalidad de la misma por la ´vanidad´ de quienes aspiran a ser protagonistas de una historia ciertamente aburrida como son las de las democracias, o de quienes consideran que viven una ´oportunidad histórica´ para hacer su revolución, me parece de una insensatez supina. Además, grave es ´el juego´ que irredentos republicanos están haciendo ahora a los poderes que gestionan la crisis imponiendo soluciones tremendamente lesivas para la mayor parte de la ciudadanía, pues distraen de los verdaderos problemas que nos afligen. Pero quizá peor sea el desafío independentista catalán y vasco que amenaza la unidad de España lo que, al parecer, les importa bastante menos que dar cauce a su ensoñación. Ni la monarquía es «el enemigo del pueblo», ni la república es la panacea a nuestros males actuales. Entretanto las desigualdades sociales se acrecientan y la pobreza avanza por las clases medias.