Una cadena de decisiones desastrosas, que empezó por la decisión de invadir Irak con un falso pretexto y siguió con un abandono de ese país a su suerte, coloca a Estados Unidos ante un imposible dilema.

O deja que los fanáticos sunitas del Ejército Islámico de Irak y el Levante continúen su avance a sangre y fuego, lo que sería una auténtica locura, o da vía libre al que había sido hasta ahora su archienemigo, el Irán de los ayatolas, para que acuda en ayuda del acosado gobierno chií del iraquí Nuri al Maliki.

Optar por esta esta última solución es, sin embargo, favorecer a uno de los dos países que pugnan por establecer su hegemonía en el Golfo y alejarse de paso aún más del otro, la wahabita Arabia Saudí, en la que EEUU había confiado hasta ahora ciegamente para la defensa de sus intereses petroleros y geoestratégicos.

EEUU no puede ignorar que el régimen de Teherán ha apoyado siempre a organizaciones que Washington califica de terroristas y enemigas de Israel, su principal aliado en la zona, como el Hezbolá libanés o Hamás.

Y, sin embargo, un frío análisis de la historia reciente de esa región permite llegar a la conclusión de que el régimen iraní lleva tiempo buscando un acomodo con EEUU que le permita salir de décadas de aislamiento y que ese país podría ser el único capaz de evitar, si no es ya demasiado tarde, que toda la región se hunda en un caos yihadista.

Desde la llegada al poder de los ayatolás en 1979, el régimen de Teherán ha estado sometido al acoso constante de Washington, que incluso animó al Irak de su entonces aliado Sadam Husein a atacar a la nueva República Islámica.

La utilización por el dictador iraquí de su arsenal químico en aquella larga y sangrienta guerra entre vecinos fue seguramente uno de los factores que llevaron a Irán a reanudar un programa nuclear iniciado bajo el régimen del sha y que tantas fricciones ha provocado desde entonces con Israel y Occidente.

Pero incluso si, venciendo todos sus reparos, Washington llegase a algún tipo de acuerdo con Teherán para intentar frenar a los yihadistas, la tarea entraña todo tipo de dificultades dada la caótica situación tanto en Siria, donde una guerra civil ha degenerado en una guerra de salafistas, sunitas y chiíes, como en el propio Irak.

En este último país se dejan sentir ahora las consecuencias de la chapuza norteamericana que siguió a la invasión: Estados Unidos dejó irresponsablemente que creciera el odio entre los antes humillados chiíes y los suníes, perdedores de aquella guerra.

La victoria sobre Sadam Husein terminó convirtiéndose en una pesadilla para Arabia Saudí, que vio cómo Irán avanzaba sus peones en la zona con el nuevo jefe de Gobierno iraquí, el chií Nuri al Maliki.

No es de extrañar que Riad aprovechase la primera ocasión, que le brindaría la guerra civil siria, para tomarse la revancha, apoyando a los rebeldes suníes frente al dictador alauita, sostenido a su vez por Teherán.

Y ahora tenemos una situación en la que en Irak antiguos miembros del derrocado baathista de Sadam Husein combaten junto a los yihadistas del Ejercito Islámico de Irak y Levante para derrocar a al Maliki, al que acusan de sectario, y buscan crear una región suní.

En Siria, lo que empezó como un levantamiento popular contra un gobierno opresor ha degenerado en una guerra religiosa entre alauitas (chiítas) y suníes sirios, a la que se han sumado salafistas libaneses, chiitas iraquíes o iraníes o sunitas saudíes, y en la que todos luchan contra todos.

Mientras los fanáticos del Ejército Islámico de Irak y Levante sueñan en su avance incesante con establecer un día en toda la región un califato suní donde la única ley sería la sharia.