Alcaldes por elección directa

En los procelosos tiempos de la dictadura franquista los alcaldes accedían al principal sillón de los consistorios cuanto eran tocados por la varita omnipotente del gobernador de la provincia correspondiente, la mayoría de las veces a instancias del cacique de pueblo de turno, que era, en términos coloquiales «el que partía el bacalao», en la vecindad. Tiempos oscuros, ya digo, que hay que desterrar al olvido.

Luego, se implantó la democracia en los años 80 del pasado siglo y el juego del nombramiento del primer edil se desarrolló en otros términos bien distintos: los elegía el pueblo, pero de manera muy indirecta, de tal forma que llegaba al ejercicio de sus funciones, subvirtiendo la intención de los votantes, cuando en última instancia eran los partidos los que definitivamente le aupaban al poder municipal tras las oportunas elecciones.

Se coaligaban las formaciones participantes entre sí, sin hacer ascos a la ideología de los adversarios, siempre y cuando se obtuvieran rendimientos políticos en el arbitrario mejunje. Resultado: los votantes, merced a cuyo apoyo el partido había alcanzado la victoria, no pocas veces se quedaban con un palmo de narices. Que se quiera que no el cabreo era considerable: de nada habían servido que su candidato hubiera alzado con la lista más votada. Evidentemente, la democracia participativa cojeaba clamorosamente.

Las coaliciones posteriores a las elecciones, maquinadas en los consistorios, hacían que los munícipes vieran con asombro que la alcaldía venía a parar a manos de quién menos se pensaban. Algo legal, contra la que nada se podía objetar, pero que revolvía los ánimos: per sé la norma llevaba implícita la inestabilidad consistorial como se ha visto en innumerables ocasiones.

He venido hablando en pasado porque esta preceptiva condición lleva el camino de desaparecer. En las proposiciones que acaba de hacer público Mariano Rajoy, entre otras de índole económico y fiscal, a rebufos de la huida estrepitosa de votantes, evidentes en los comicios europeos, se desgranan las que se refieren a un plan de regeneración democrática que devuelva a los desencantados el prestigio de partidos e instituciones de manera y forma que la elección de alcaldes se haga de manera directa sin los rocambolescos tejemanejes que han perdurado hasta hoy.

Haría muy bien el presidente del Gobierno en cristalizar estas reflexiones -como la reducción del número de aforados- para que lleguen a buen puerto. Como es de esperar que la oposición las dé por buenas y se muestren a favor sin tapujos. Unos y otros habrían dado un estimable paso a que se aminore la desafección a los políticos que hoy es clara y notoria.

José Becerra GómezMálaga