Si les digo que vengo a hablarles de Benioff y Weiss lo más probable es que desvíen inmediatamente su mirada hacia otro artículo, pero si les digo que esos apellidos corresponden a los dos creadores de la serie Juego de Tronos la cosa cambia. Estos genios de la adaptación han conseguido convertir a la cadena HBO en el Rey Midas de las series televisivas superando éxitos como Los Soprano, y lo han hecho soliviantando la paciencia de unos espectadores ávidos de intrigas palaciegas y enfrentamientos varios.

Hace no mucho que acabó la cuarta temporada y mi abstinencia de tetas y asesinatos empieza a ser difícil de domar. Quiero más, y para eso debo esperar otro largo año de sequía hasta que la productora dé luz verde al quinto proyecto. Para quien conoce la serie sobra cualquier descripción, y a quien no la haya gozado solo le diré que se trata de la más alta política recreada en una atmósfera medieval y dirimida entre hachazos y sabanas de seda, es decir, como ahora pero sin contemplaciones y con menos aforados. Traiciones, inquinas, engaños y cualquier atisbo de maldad humana son sabiamente reflejados capítulo a capítulo, con cuentagotas, y lo curiosos es que, existiendo la bondad como existe en la serie, son los malos hábitos los que te atrapan. Por qué será.

En estos días se ha publicado que los localizadores de la serie, esos que los finolis anglófilos llaman scouts, habían vuelto a Andalucía buscando escenarios en los que rodar las futuras entregas. Entre los posibles emplazamientos destacaban las provincias de Málaga o Granada, como no podía ser de otra forma, y ya me parecía estar viendo el Castillo de las Águilas recreado en Gaucín, Roca Casterly en Ronda, el Castillo Negro de Invernalia en Antequera o el reino de Meereen en las calas de Maro. Este año podríamos haber hecho espetos con fuego valyrio, o ver a los 10.000 inmaculados desfilando por las playas de Nerja, quién sabe. Pero eso sí, me permitirán ustedes la licencia de haber querido situar Desembarco del Rey en mi querida Alhambra o nunca más podría volver a la tierra que me vio nacer, y con razón.

Es cierto que entre los siete reinos, el follón de apellidos de las distintas casas, los malos que no son tan malos o los buenos que no son tan buenos y que si muro para arriba o muro para abajo hay veces que cuesta centrarse para no perder el hilo, sin embargo eso forma parte del encanto de la serie cuando estás en el sofá, aparece en la pantalla un personaje que crees nuevo, le preguntas a tu pareja y te mira con resignación mientras te cuenta que se trata de Tommem Baratheon, hijo de Cersey Lannister y de su tío carnal Jaime Lannister, nombrado nuevo rey porque envenenaron a su hermano mayor resultando culpabilizado del regicidio su otro tío enano, Tyrion. Tras esa explicación solo puedes sonreír disimulando todo lo posible que no te has enterado y esperar al próximo asesinato mientras te planteas que si el niño rey es hijo de dos Lannister por qué diantres se apellida Baratheon.

La serie como les digo es una auténtica maravilla digna del paladar televisivo más exigente, pero los productores se han decantado finalmente por Sevilla. Desconozco si en la decisión ha influido que los Tyrell sean tan asiduos de la calle Sierpes como los ligaores, que Khalessi quiera invadir el palacio de San Telmo a golpe de dragón o que John Nieve tenga cierto aire trianero, pero desde mi punto de vista la elección sevillana ha sido un error. No me imagino a Bran Stark engominado y diciendo «Hodor, que arte mi arma».