En un reciente viaje a México me cuenta Miguel Ángel Sosa, amigo y profesor de la Escuela Normal de Capulhuac, que siendo presidente de la República Carlos Salinas de Gortari (1988 a 1994), decidió reunir en la Presidencia a los intelectuales más reconocidos del país. Entre los convocados estaba el escritor Germán Dehesa, personalidad unánimemente reconocida y admirada por toda la ciudadanía como un pensador influyente. Germán Dehesa, nacido en 1944 y hoy lamentablemente fallecido, era periodista, escritor, locutor, humorista y promotor cultural... Un hombre de intensa y beneficiosa presencia en todo el país. Estoy leyendo y disfrutando en estos días un libro suyo titulado ¡Qué modos!, regalo de mi amigo y tocayo mexicano.

Desde Presidencia se hace una llamada a la casa del escritor, llamada que atiende él mismo. En ella le explican el presidente que quiere celebrar una reunión con los intelectuales más relevantes de México y que él, como es lógico, está invitado. Le comunica el día, el lugar y la hora del encuentro y le dice gentilmente que agradecería mucho que aceptase la invitación. El presidente desea cambiar con ellos, en un ambiente distendido, algunas impresiones sobre la situación del país y del mundo.

Cuando concluye la llamada, la esposa del escritor le pregunta, intrigada:

- ¿Quién llamaba?

- Ha llamado el presidente de la República.

- ¿Por qué y para qué ha llamado, si se puede saber?

- Pues porque el presidente quiere celebrar una reunión con la inteligencia del país.

Y la esposa, sorprendida, le pregunta al desconcertado esposo:

- Y a ti, ¿por qué te ha llamado?

La anécdota no tiene desperdicio. Se la agradecí al profesor Sosa y ya entonces le sugerí la posibilidad de que la compartiría con mis lectores y lectoras, como ahora estoy haciendo. Resulta que un escritor y pensador reconocido por todo el país, con su presidente a la cabeza, no merece esa misma consideración por parte de quien tiene más cerca, de quien tiene a su lado, de quien comparte la vida cotidianamente. ¿Por qué?

A eso van estas líneas. A tratar de explicar el porqué de esa miopía, de esa cicatería psicológica. La esposa muestra su extrañeza por una invitación que no sorprendería a ninguna persona medianamente informada de México. Y es que la proximidad provoca un paradójico distanciamiento. Esa esposa tiene tan cerca la luz que acaba estando deslumbrada. Y no ve nada ya. No ve los indudables méritos, no ve la indiscutible valía de su esposo. El arco iris solo brilla sobre el tejado del vecino.

Otras facetas más pedestres cobran un especial relieve en la valoración de su esposo. Acaso el hecho de que ronque, de que no coloque la ropa en su sitio o de que deje manchada la tapa del wáter. Esos hechos adquieren una mayor visibilidad, una intensidad mucho mayor. Y restan relevancia a lo verdaderamente importante.

Vargas Llosa dijo, si mal no recuerdo en el discurso de su nombramiento como Premio Nobel, que su mujer le alababa sin querer cuando decía:

Tú solo sirves para escribir.

No valorar los méritos o la valía de quien se tiene al lado es un tipo de miopía psicológica que daña y empobrece las relaciones interpersonales.

Pienso en la dificultad que existe en el reconocimiento de los méritos de los compañeros de trabajo. Por celos, por mezquindad, por torpeza, por despiste, por una ridícula competitividad. Es probable que un pequeño defecto de quien es tenido por una eminencia fuera de ese microcosmos, difumine el resplandor de los méritos. Es probable que alguna rencilla personal dé al traste con todos los indiscutibles logros del colega.

Hace unos días le dije al profesor Pérez Gómez, uno de mis colegas de Departamento, que el libro que había escrito y publicado recientemente (Educarse en la era digital, editorial Morata) era lo mejor que se había escrito sobre educación en los últimos treinta años. Lo vuelvo a decir ahora, haciendo público el elogio que entones formulé en privado. Sé que él lo valoró especialmente, así me lo dijo, por venir de alguien tan cercano.

Este fenómeno ocurre también en otro orden de cosas, no tan personales. Cuando vives al lado de un monumento espectacular o de un lugar especialmente hermoso, tiendes a restarle valor. Se hace tan cotidiano que pierde su excepcionalidad. Mi familia vive al lado de La Cueva del Tesoro, en La Cala del Moral. En efecto, al ladito de la vivienda, hay unas famosas cuevas que dan nombre a la zona. Y solo vamos a visitar la Cueva cuando vienen a la casa amigos que viven lejos de Málaga. Estamos tan acostumbrados a pasar por delante de la puerta que no le damos la menor importancia a su existencia.

La reacción de la esposa de Germán Dehesa me sirve de excusa para hacer una llamada de atención sobre esa falta de reconocimiento de aquellas personas que tenemos cerca. Lo dice el refranero español de manera certera: «Nadie es profeta en su tierra». Es decir, nadie es admirado y reconocido por quienes están al lado.

Ya sé que es una visión mezquina, pero se justifica contemplando la realidad. Lo he podido comprobar muchas veces. Y lo lamento. Porque son esas personas que tenemos cerca quienes más deberían recibir el afecto, la admiración y el aplauso.

Y, sobre todo, en vida. Porque existe otro fenómeno respecto a la distancia que también opera en el sentido del reconocimiento del valor y del mérito de los seres humanos, Me refiero a la distancia que genera la muerte. Cuando alguien pone tanta tierra de por medio que se va al otro mundo es cuando aparece una avalancha de elogios y de reconocimiento. Lo decía hace unas semanas el líder del Partido Socialista cuando recibía una catarata de elogios por su actividad política en el momento de anunciar su retirada:

- Los españoles somos muy buenos enterradores.

Pero en vida, no. Pero a quienes tenemos cerca, no. Pero de forma explícita, no. Habría que modificar esa actitud cicatera con aquellos que tenemos más a mano. Porque es a quienes más veces vemos, con quienes más tiempo compartimos y a quienes más bien les haría nuestro reconocimiento y nuestras palabras de admiración y de elogio.

Somos más propensos a los reproches que a los elogios. Como si por aquellos recibiésemos dinero y como si estos nos supusiesen un gasto. Lo veo en mis propia experiencia. Me basta ver los comentarios a estos artículos que llegan de medio mundo, pero casi nunca de mis colegas de Departamento. ¿No les ha interesado ni uno solo de los más de mil artículos escritos? Haré una excepción en su honor: mi amigo Laurentino Heras, profesor del mismo Departamento durante muchos años, no ha dejado de leer ni un solo artículo. Es la otra cara de la moneda.

Quiero animar con estas líneas al reconocimiento de los méritos de quienes están a nuestro lado. Deben tener en nosotros al fan más entusiasta. La esposa de Germán Dehesa, en lugar de extrañarse por la convocatoria, debería estar dispuesta a escribir una carta de queja al presidente si se hubiera olvidado de convocar a su marido a una reunión como aquella.