El Tribunal Supremo confirmó la sentencia que permitía a un padre malagueño desheredar a sus hijos por el maltrato psicológico al que lo sometieron, un dictamen jurídico que pone algo de orden en una normativa enmarañada e injusta en muchos casos. A pesar de las múltiples modificaciones de los códigos jurídicos, las cuestiones de herencia se han dejado en un segundo plano y cuando alguna administración se ha ocupado de regular esta normativa, sólo lo ha hecho con ánimo recaudatorio y no de modernización o de garantía de una defensa jurídica efectiva que es lo que deberían procurar las administraciones. Los artículos sobre la herencia se van modificando a parches y piano piano. Como en tantos otros aspectos hay españoles de una clase y españoles de otra. Así, una herencia del Pais Vasco o Navarra se tinta de unos colores, las catalanas de otros y las andaluzas de otros muy distintos. En unas zonas del Estado se puede desheredar y en otras no. Hasta hace muy poco, ejemplo de este parcheo jurídico, los títulos nobiliarios, la corona entre ellos, se heredaban por la línea masculina junto con los beneficios que conllevasen, una discriminación que se ha ido solventando a golpe de sentencias que permitían a la mujer acceder a la igualdad constitucional por encima de usos leguleyos medievales. Lo que es peor, tras la campaña estatal iniciada hace algunos años para erradicar la violencia de tipo machista en la pareja tuvieron que suceder muchas muertes de mujeres a manos de sus maridos, para que alguien se diera cuenta de que los asesinos heredaban la parte de su esposa; a partir de ahí, se aplicó otro parche como se hace con los malos programas de ordenador que una vez lanzados a las calles se observan los errores. Vivimos en un Estado especialmente intervencionista que se inmiscuye en la salud, en la educación y, por supuesto, en los bolsillos de la ciudadanía. Incluso en la moral privada con las legislaciones sobre aborto. Las cuestiones hereditarias se dejan ancladas en unas costumbres que si se revisan es sólo para abrir aún más el bolsillo del contribuyente.

La herencia se define como los bienes que el padre o la madre legan a sus hijos. Esos bienes llegan desde un ahorro y unos rendimientos por los que ya se han pagado todos los impuestos. Ahí aparece la Administración, en este caso la andaluza, afila la navaja bandolera y vuelve a recaudar por el mismo objeto, supongamos un piso, con la excusa de que se produce un cambio de titularidad. Por el valor de los bienes inmuebles hoy en día sobre el papel, conozco a quien ha tenido que pedir un préstamo para poder poseer lo que por legítima voluntad de su dueño, le pertenece. Si el progenitor se lo entrega en vida, Hacienda lo considerará una donación y llegará con el cuchillo de igual manera. Así que vivimos en una región donde el ahorro está penalizado y lo que un trabajador deje a sus hijos a la hora de su muerte, también. Más absurdo es el caso que ha tenido que llegar hasta el Supremo. Un padre quiere desheredar a algunos de sus hijos por maltrato. Es el legítimo propietario que no quiere legar sus posesiones por los motivos que fueran. La Administración obliga al progenitor a que legue una herencia que se ha de repartir a todos los hijos por igual. Adán no hubiera podido desheredar al mismo Caín por la desgracia que trajo a la familia. Eso sí, la Junta hubiera recaudado por segunda vez su tajada de esos mismos elementos que ya gravó con impuestos. Aún hay elementos peores, por ejemplo, la negativa de uno de los herederos a firmar la herencia, no a renunciar a ella, sino a no firmarla, puede paralizar la toma de una posesión hasta la eternidad. Si alguien quisiera fastidiar a sus hermanos y permitir que una casa se derrumbe por abandono puede hacerlo con la bendición del código legal. Cuando alguien dice a la madre de una amiga mía que determinada familia se lleva muy bien, lo primero que pregunta es si en esa familia ya ha habido herencia. Si la herencia puede ser una fuente de conflictos tan reiterados para vivos y muertos, algún legislador debería desenladrillar ese cielo tan enladrillado.

*José Luis González Vera es profesor y escritor