Esos barcos de carga o veleros o transatlánticos que parece que se van a precipitar del otro lado de las cosas. Ese sol o esa luna -ambos rojos a la hora de desaparecer, ambos pura sangre derramada en el largo instante de su agonía- que bajan lentamente, se posan en el alambre y se van. Esa orilla lejana y opuesta equidistante de la nuestra, dos orillas separadas de un tajo por un sable, dos orillas infinitas e invisibles que custodian cada una, con pacífico ardor guerrero, un lado de lo real. El horizonte nos pone a ensoñar metáforas o a ser soñado por ellas: el otro lado, el alambre, el sable, la orilla de enfrente. Y también: los límites, la visión, el espacio, el paisaje. El horizonte, trazado con regla y tiralíneas o con dedos de niebla, nos envía invitaciones peligrosas: a ponernos en pie (alzarnos de la toalla, dar unos pasos, zambullirse en el agua, nadar hasta la extenuación; o levantarnos de la roca donde nos habíamos sentado, dar unos pasos, avanzar por pastos y trigales, caminar hasta la extenuación) y acudir a una cita imposible (da igual lo que nademos o caminemos, siempre habrá la misma distancia entre él y nosotros) que agotará nuestras fuerzas. Peligrosa, en efecto, pero necesaria, ya que ese agotamiento es lo que le dará sentido a nuestras vidas, lo que tensará nuestras vidas lo suficiente como para que se ganen su propia libertad, su propio deseo, su propia imaginación, su propia gracia.

Una vida sin horizonte es una vida plana, sin dimensiones, detenida en su inmediatez. Una vida que le expulsa a uno de lo vivo. Una vida que no merece la pena. El horizonte, el anhelo de horizonte, es lo que otorga sentido y profundidad a la vida. Lo que la pone en hora con lo vivo.

El horizonte está ahí. Lo vemos todos los días, pero sólo de vez en cuando, casi siempre en tiempo de vacaciones y de ocio, nos fijamos en él. Por desgracia, lo usual es que le dirijamos ojos de postal cursi, como si el horizonte no fuera sino un marco barato para una foto relamida y no un reto existencial. Está ahí como el relato lineal, pero profundo y misterioso (como la gran literatura, por cierto), de lo que somos, y eso que somos es, o debería ser, puro apetito de ser más, puras ganas de dirigirnos a donde nunca llegaremos. El horizonte nos pone en marcha, es el motor del alma, es la llamada a asumir nuestro destino como seres humanos.

El horizonte cegador del mediodía y el horizonte esfuminado de la madrugada. El horizonte que es geografía y ojos abiertos y el horizonte tachadura de los mapas y ojos cerrados. El horizonte que hamaca a los enamorados y el horizonte que estrangula a los que se rinden. El horizonte que proclama verdades metafísicas y el horizonte que lo convierte todo en silencio. Todos esos horizontes, y muchos más, están ahí, dentro de nuestro balcón, donde rompen las olas, lustrando cantos rodados en el fondo de un río, acariciando cuerpos, pasando las páginas de un libro, dibujando en el cuaderno de una niña, cocinando, cantando bajito dentro de nuestra voz. Horizontes, esperanzas, ideales, el futuro: el horizonte y sus hermanos reclaman nuestra atención y nuestra complicidad. Sin ellos no somos, no podemos ser. Sin ellos estamos prisioneros de un ahora que ni siquiera sabe hacerse presente, un ahora sin tiempo que lo vivifique. Es fácil, es para todos: el horizonte nos busca.