Hay quien habla -uno diría que cínicamente- de «destrucción creativa», otros argumentan que en la crisis está la oportunidad. ¿Oportunidad de quiénes y para quiénes?

Lo que aquí y en otros países europeos estamos sufriendo es una gigantesca crisis bancaria, hábilmente convertida por los responsables directos y sus cómplices políticos en una crisis del déficit público.

Al mismo tiempo que, en aplicación de la doctrina neoliberal, se aprovecha la crisis de financiación de la deuda pública para impulsar un proceso acelerado de precarización del trabajo y desmantelamiento y privatización de los servicios públicos.

La reforma que aquí se hizo con nocturnidad y alevosía del artículo 135 de la Constitución para otorgar carta constitucional a la limitación del déficit público, dando absoluta prioridad a los acreedores -bancos, fondos de pensiones, aseguradoras y otros- sobre las necesidades de los ciudadanos, es la prueba más evidente.

Fue una claudicación en toda la regla ante Berlín, Frankfurt y Bruselas, pero, como ha señalado el economista francés Fréderic Lordon, resultaba oportuno recurrir a instancias internacionales para «deshacer el contrato social nacional» en un intento por parte de los políticos de rehuir responsabilidades.

Los planes de rescate, directos o camuflados, han obligado así a los países de la crisis a ratificar medidas claramente anticonstitucionales en un proceso de destrucción de la soberanía nacional y erosión flagrante de la democracia.

Los parlamentos se ven crecientemente marginados, se gobierna cada vez más por decreto y se utiliza el argumento de la falta de alternativas o, lo que es igual, al chantaje político, como método de gobierno.

Los pueblos se ven así obligados a anteponer a sus necesidades básicas la devolución de una deuda de la que no se sienten responsables, cuya proveniencia exacta desconocen, como tampoco saben cómo se contrajo o quiénes son exactamente los acreedores.

Una deuda pública que, en el caso español, ha superado el billón de euros, equivalente a cerca de un 100 por ciento del PIB, cuando hace siete años, es decir, antes de que estallara la crisis, era de un 36 por ciento del mismo.

Se trata de convencernos de que el país ha vivido por encima de sus posibilidades sin que se señale a quienes nos prestaron irresponsablemente o a los que despilfarraron los escasos recursos públicos en la construcción de infraestructuras o en proyectos megalómanos que nadie necesitaba.

Y se culpabiliza al mismo tiempo a los ciudadanos por la acumulación de deuda privada cuando, en un momento antitético, ese mismo sistema ha estado estimulando irresponsablemente el consumo mediante el crédito como única forma de dinamizar la economía.

¡Pura esquizofrenia!