Uno de los últimos días del año vi una imagen muy hermosa en el Café Santa Cruz, en Coimbra, justo en el centro de Portugal. Ese café había sido en otros tiempos la capilla de una iglesia vecina -conservaba las crucerías en el techo abovedado-, pero también, después de la expulsión de las órdenes religiosas en el siglo XIX, había sido ferretería, parque de bomberos e incluso funeraria. En los años veinte se convirtió en un café y ahora es uno de los más bellos de Portugal, sobre todo si uno entra a la hora del aperitivo, en una mañana tranquila, y se encuentra a varios clientes hojeando muy despacio su ejemplar del Diário de Coimbra frente al café con leche y el croissant rebosante de mantequilla. Cuando Stefan Zweig hablaba de los cafés de Viena en El mundo de ayer -aquellos cafés donde todo el mundo discutía durante horas y horas de cualquier tema que se le ocurriese, y que por eso mismo habían conseguido definir nuestra idea de la civilización-, es seguro que estaba hablando de un café como el Santa Cruz, aunque Zweig, que yo sepa, no llegara a visitar nunca Coimbra ni estuviera jamás en aquel café.

Del mundo de ayer del que hablaba Zweig no queda nada, pero en ese café de Coimbra aún se puede captar un atisbo de cómo pudo ser aquella vida burguesa, basada en la razón y en el diálogo, sin guerras y sin disputas religiosas, que Zweig pudo conocer en los cafés de Viena durante su infancia y su juventud, en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial. Está claro que aquella vida tranquila y civilizada sólo podía existir dentro de los cafés, porque fuera, en la calle, había fábricas horrendas y miseria y putas y borrachos, pero es bueno saber que un mundo así fue posible, al menos como ideal o al menos como recuerdo. En el periódico que leían los parroquianos del café venían las noticias habituales sobre la pésima campaña del equipo de fútbol local -la Académica de Coimbra-, que sólo había ganado un partido en toda la temporada, o sobre la apertura de una clínica de medicina homeopática que prometía «técnicas de curación nunca vistas», o sobre la próxima celebración de la regata de piraguas del año nuevo en el río Mondego. Eran noticias iguales o muy parecidas a las que habían leído el año anterior, y quizá serían las mismas o muy parecidas que iban a leer al año siguiente. Pero los parroquianos del Café Santa Cruz removían distraídos el café sin quitar la vista de su periódico, y lo leían con la misma atención con que yo miraba el techo abovedado de aquel café que había sido la capilla de una iglesia, pero también ferretería y cuartel de bomberos y funeraria.

Y al ver a aquellos lectores absortos, pensé que las cosas cambian menos de lo que creemos, y que a pesar de las modas que pretenden ponerlo todo patas arriba y de los cambios sociales que nos hacen creer que nada es lo que era, hay una vida provinciana que no cambia nunca, o que cambia sólo lo suficiente para que todo el mundo pueda pensar con alivio que ya ha cambiado por completo. Y ese continuum de la experiencia es bueno, porque a menudo tenemos una fe demasiado supersticiosa en las innovaciones que no significan nada o que prometen cortar por completo con el pasado porque el pasado es inútil, y eso nos empuja a desdeñar esas cosas que nos parecen caducas o inútiles, como el Café Santa Cruz y sus clientes leyendo muy tranquilos su ejemplar del Diário de Coimbra.

Pienso esto mientras oigo la música de la cabalgata de los Reyes Magos, otro hecho que me parecía ridículo cuando era joven y soñaba con vivir en otro sitio, muy lejos, y que ahora me parece una de las ceremonias más gratas de la vida. Puede que este año haya sido malo -y lo ha sido-, igual que lo han sido los años anteriores, como bien saben los lectores de la desastrosa campaña futbolística de la Académica de Coimbra, pero algunas cosas permanecen y siguen estando aquí. Y ya sabemos que mucha gente tiene que vivir en un mundo en el que no hay un hueco para la razón ni para la vida civilizada, porque todo se reduce a la angustia por la situación económica y por las malas perspectivas vitales. Pero durante una hora cualquier niño -o cualquier adulto- que se haya asomado a la cabalgata de los Reyes podrá creer que el mundo es un lugar tan hermoso como ese café de Coimbra que todavía forma parte, no sabemos muy bien ni cómo ni por qué, del mundo de ayer que ya se ha ido para siempre.