Entre los episodios más terribles de la llamada «guerra contra el terrorismo» del presidente George W. Bush figura sin duda la práctica sistemática de la tortura de los encerrados en Guantánamo y otros centros de detención secretos, algunos en la propia Europa del Este.

Produce repugnancia que entre los arquitectos de aquellas prácticas estuviese un psicólogo del Ejército del Aire llamado James Mitchell, quien participó personalmente en una de las más crueles, la conocida en inglés como waterboarding (ahogamiento simulado), cuya eficacia aquél aún sigue defendiendo.

Detrás de todo estaban no sólo la propia Casa Blanca sino el entonces secretario de Defensa Donald Rumsfeld -en la imagen- que encargó informes especiales a los asesores legales del Gobierno para ver cómo podía torturarse sin incurrir en responsabilidades penales: por ejemplo, haciéndolo todo fuera de territorio norteamericano.

Claro que ¿se imagina el lector a algún país del mundo que se atreviese a detener a Rumsfeld o a cualquier otro responsable norteamericano como se hizo en su día, por cierto que con el resultado que sabemos, con el dictador chileno Augusto Pinochet?

A propósito de la tortura he leído recientemente un bello texto del autor triestino Claudio Magris en el que rememoraba la figura de un jesuita y poeta alemán del siglo XVII llamado Friedrich Spee, que fue confesor de muchas mujeres condenadas entonces a la hoguera por supuesta brujería.

Von Spee escribió un libro titulado en latín Cautio criminalis (1631) que contradecía con valentía, lucidez y convicción la validez de las confesiones obtenidas bajo torturas, tal vez no muy diferentes en cuanto a brutalidad de las empleadas en pleno siglo XX por los norteamericanos.

Bajo tortura, argumentaba el jesuita, que, hijo de su tiempo creía, sin embargo, en el demonio y en la existencia de las brujas, se acaba por decir y admitir casi cualquier cosa que quiera escuchar el torturador. Y él mismo admitía no saber cómo se comportaría él mismo en semejantes circunstancias.

La tortura es culpable, explicaba el hombre de iglesia, porque induce a los hombres a pecar, a mentir, a acusar a inocentes de forma que impide que al final triunfe realmente la justicia, pues el torturado debe inventarse muchas veces culpables, con lo que desvía las investigaciones.

Cuando Spee escribió su libro había transcurrido siglo y medio desde la aparición de otro, de signo totalmente contrario y que tuvo una enorme influencia en la Europa de la intolerancia religiosa y la superstición: el Malleus Maleficarum (Martillo de Brujas), publicado por dos dominicos también alemanes cinco años antes del descubrimiento del Nuevo Mundo.

Aquel manual del buen inquisidor pretendía demostrar la existencia de las brujas, describía las distintas formas que podía adoptar ese pacto con el diablo de las mujeres -pues se trataba sobre todo de ellas- y enumeraba los métodos más eficaces para hacerlas confesar, tortura incluida.

Con individuos como Donald Rumsfeld o los psicólogos de la CIA no parece que en materia de fe en la tortura hayamos avanzado mucho desde entonces.