Si por un momento he creido las denuncias (periféricas, colaterales) que pretenden dar pie a una acción judicial contra Juan Fernando López Aguilar. Las ambiguas manifestaciones de la persona presuntamente ofendida no concretan ni de lejos una acusación formal, que tampoco sería prueba por sí sola. Los numerosos puntos oscuros y las dudas fundadas describen una desproporción monstruosa con el daño inferido antes del comienzo de una investigaciòn siquiera indiciaria. Si, como preveo con razonable confianza, acaba en la inanidad el revuelo levantado, tan solo el recio carácter y la poderosa voluntad de este gran intelectual y político podrán superar un mazazo aniquilador para muchos otros. No para él, y de ello estamos seguros cuantos le conocemos más allá de su perfil público, en el territorio donde la ética, la conciencia y los valores son norma primaria de conducta, no retòrica para la galería. Todos lo sabemos: Juan Fernando es vehemente, pero no violento. Apasionado en la defensa de aquello en que cree, ideas y personas, pero exigente consigo mismo en argumentar la razón. Gracias a su trabajo gubernativo recibe hoy la violencia doméstica el rechazo intransigente de la mayoría social, una imagen de delito abominable que viabiliza su erradicación. Fue el suyo, y lo es, un trabajo inspirado y dirigido por la cultura jurìdico-polìtica desde el fondo de las convicciones: compromiso de fe en las leyes democráticas y en la perfectibilidad de la criatura humana. La sola conjetura de una caida en aquello que condena es demasiado grave como para admitirla sin pruebas que, a mi juicio, serán imposibles. En la misma difusión de los presuntos hechos, enorme y plural, han saltado dudas que solo podrá despejar una verificación extremadamente rigurosa. Huelga añadir que conozco y estimo a Juan Fernando Lòpez Aguilar. Mucho y desde hace muchos años, cuando su perfil era el de un estudiante excepcional y un dibujante celebrado en los diarios en que yo trabajaba. Seguí su carrera universitaria hasta la cátedra de Derecho Constitucional, como también su carrera política, sus numerosos libros y sus aficiones musicales, que comparto. No creo que todo esto me sobrecargue de subjetividad, sino de conocimiento de la persona. Nadie sabe qué pasa realmente en la intimidad familiar ni los desvaríos a que puede llevar un divorcio mal aceptado. Respeto y aprecio a su exesposa, pero le tengo a él por un ciudadano fuera de serie en capacidad y valores. Necesitaba decirlo: no le creo culpable en modo alguno y apuesto a que de esta prueba durìsima saldrá más fuerte y aún más resuelto a mejorar la vida colectiva con el arma incomparable de la solidaridad democrática. Somos muchos los que así pensamos.