El catolicismo contemporáneo tiene perfecta conciencia de cómo salta el resorte del Islam en cuanto un Papa alude a las zonas oscuras del Mahometismo. El primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, acaba de dar un brinco con la referencia del Papa Francisco al «genocidio armenio», el conjunto de represiones y matanzas que desde 1915 a 1923 causó la muerte de entre 1,5 y 2 millones de armenios cuando Turquía/Imperio Otomano estaba en manos del Gobierno de los Jóvenes Turcos.

Conviene recordar la reacción del mismo Erdogan a raíz del célebre «discurso de Ratisbona» (2006) del anterior pontífice, Benedicto XVI: «Creo que es un deber del Papa retractarse de su errónea, fea e infortunada afirmación y pedir disculpas al mundo musulmán». ¿Cuál había sido el error del Papa? La rigurosa cita de un texto rigurosamente histórico, aquel en el que el emperador bizantino Manuel II Paleólogo le expresaba a un persa en 1391: «Muéstrame también aquello que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malvadas e inhumanas, como su directiva de difundir por medio de la espada la fe que él predicaba».

A raíz de esa cita, y olvidando por completo el resto del extraordinario discurso del Papa Ratzinger, la reacción del mundo musulmán fue extensa y colérica, de tal modo que el Pontífice, hombre humilde, introdujo una nota disculpatoria a pie de página en la versión oficial y definitiva de su intervención.

Pero lo que acaba de suceder con el Papa Francisco no es algo que se pueda corregir con un recurso de edición de textos. Pese a que no pocos vigilantes del Papa le atribuyen hablar a la ligera (lo cual es incierto), su referencia al «genocidio armenio» era poco menos que una cita de la doctrina católica y del modo con el que la Iglesia califica los sufrimientos históricos de los armenios (prácticamente el primer pueblo en abrazar el cristianismo). De hecho, en 2001, con motivo de los 1.700 años de la proclamación del cristianismo como religión de Armenia, el Papa Juan Pablo II y el «Catholicós -patriarca- de todos los armenios», Karekin II, firmaron una declaración conjunta en la que se afirma: «El exterminio de un millón y medio de cristianos armenios, en lo que se considera generalmente como el primer genocidio del siglo XX, y la siguiente aniquilación de miles bajo el antiguo régimen totalitario, son tragedias que todavía perduran en la memoria de la generación actual».

En aquella declaración, el Vaticano asumía por primera vez el concepto «genocidio», dato que Turquía deplora al considerar que no hubo un exterminio planificado, sino víctimas de una guerra civil. Es más, su empeño durante todo el siglo XX ha sido el de torcer el brazo de los historiadores y, a la vez, evitar que la comunidad internacional lo califique de «genocidio».

Ahora, en su revolverse contra el Papa y al borde del delirio, incluso un ministro turco, Volkan Bozkir, ha dado la explicación de que el problema es que Bergoglio proviene de Argentina, «un país que acogió a los nazis y en el que lamentablemente la diáspora armenia domina el mundo de la prensa y de los negocios».

Majaderías aparte, el hecho es que Turquía ha conseguido, en efecto, que pocos países -sólo 22- reconozcan el «genocidio». No en vano, Turquía es un aliado conveniente y el país de frontera entre Occidente y el siempre revuelto Medio Oriente o la antigua Mesopotamia; y frontera entre la OTAN y -en el presente­-, el bárbaro Estado Islámico. De hecho, las palabras de Francisco sobre los armenios estuvieron rodeadas de alusiones a las actuales matanzas de cristianos a manos de la Yihad.

Al día siguiente de haber utilizado la palabra «genocidio», en su homilía matutina de la capilla de Santa Marta, Francisco reivindicó la libertad de los cristianos para expresarse y llamar a la cosas por su nombre. Ello significaría que no habrá, en principio, rectificación, sino otros movimientos para amansar a Turquía y no desmantelar su ambigüedad, que ha sido capaz tanto de respaldar al Estado Islámico cuando actúa contra Siria como de refugiar a cristianos perseguidos por ese maléfico ejercito que degüella, decapita, crucifica o quema vivos a quienes se resisten a su fuerza conversora (Ratzinger no se equivocaba en absoluto).