La generación que precede a la mía ha tenido una desconcertante relación con los espacios más amplios y luminosos de sus viviendas: me refiero a esos impolutos salones, inutilizables por los habitantes de la casa, cuyo único propósito era mantenerse en barbecho permanente a la espera de que una eventual visita se presentase en el vestíbulo. En estas fechas también la ciudad se prepara, dispone la plata recién pulida en perfecto estado de revista sobre los aparadores y, literalmente, extiende la alfombra roja en aquellos lugares que todo malagueño reconoce en su cartografía mental como el salón de la casa. Tenemos visita, es el Festival de Málaga de Cine Español.

Hay otras dependencias del hogar que no se enseñan a los recién llegados, aunque puede que linden con dicho salón. La alacena, por ejemplo, que permanece como terra incognita incluso a ojos de los de la familia, configurando una mancha oscura y difusa en el mapa mental antes citado. Pero allí, como en toda isla remota que se precie, hay tesoros escondidos. Pienso ahora en el barrio de La Goleta, y me pregunto cuántos de mis conciudadanos han transitado por sus calles. Cuántos desconocen, tras esas bocacalles entrevistas desde Carretería y Álamos, la existencia de los formidables vestigios de una sociedad de hace más de cien años: una vieja fábrica, lo que fueron unos baños públicos, un convento de clausura, casonas y corralones, por ejemplo. El avance del Plan Especial de Protección y Reforma Interior del Centro Histórico, actualmente en fase de información pública, reconoce muy atinadamente aquí «espacios de oportunidad». Cierto, una oportunidad que la ciudad no puede dejar pasar. Pero para ello propone la desaparición de la fábrica, en lugar de su aprovechamiento para otros usos; tan solo para dejar su solar vacío. Oportunidad perdida, mal empezamos.

*Luis Ruiz Padrón es arquitecto