El domingo pasado vi abierto un supermercado que siempre solía estar cerrado los domingos. Le pregunté a la chica que vendía el pan por qué tenían abierto, y me contó que había que compensar por la fiesta del Uno de Mayo. Y entonces recordé, claro, que el viernes anterior había sido Primero de Mayo, fiesta del trabajo. Yo conocía un poco a la chica del pan. Sabía que estaba casada con un marroquí y que tenía un hijo, y a veces hablábamos de sus viajes a Marruecos cuando iban de vacaciones, o de cocina marroquí, que le gustaba mucho, sobre todo el tajine de pescado. Pero aquel domingo no estaba animada, como solía cuando hablaba de Marruecos, sino más bien abatida y sombría. Imaginé que echaba de menos a su hijo, al que no podría ver en casi todo el domingo, porque «había que compensar por la fiesta del Uno de Mayo», según me había dicho. El verbo «compensar» me llamó la atención. «¿Compensar por la fiesta? -le pregunté-. ¿Qué es eso de compensar?». Y ella se encogió de hombros y me dirigió una mirada de infinita resignación. «Bueno, eso es lo que nos han dicho los jefes. A nosotros, desde luego, nos han hecho una buena faena con esto de abrir el domingo».

Miré a mi alrededor. El supermercado estaba casi vacío, así que la facturación no iba a ser muy importante, pero ella y los demás empleados habían tenido que sacrificar el único día en que podían jugar con sus hijos o preparar a gusto un tajine de pescado, si eso era lo que les apetecía. Para ellos, la Fiesta del Trabajo había significado más bien una derrota -una más, quizá, en una vida laboral marcada por las derrotas-, porque les había costado un domingo que de otro modo podrían haber tenido libre. Y todo por un salario que no pasaría de los 700 o los 800 euros, o quizá ni siquiera eso: 600 a lo sumo, o menos aún.

Cuando me fui, pensé en la mala suerte que tenían los empleados de aquel supermercado: como tenían un trabajo, por mal pagado que estuviese, para mucha gente ya eran privilegiados que no podían gozar de las simpatías que sí tienen los parados o los desahuciados, que al menos se han podido convertir en los héroes trágicos de nuestra época (muy a su pesar, se entiende). Y quizá por eso, nadie se acordaba de ellos ni los valoraba ni los tenía en consideración, ni tampoco hablaba en su nombre o se proponía representarlos o defenderlos. Que yo sepa, ni una sola de las Marchas por la Dignidad que han recorrido este país con un portentoso despliegue de camisetas y silbatos se ha acordado de ellos, porque esas marchas las hacen trabajadores públicos que tienen sus liberados sindicales y sus convenios laborales más o menos dignos (por muy recortados que estén los sueldos). Pero los empleados de supermercado -como otros muchos trabajadores del sector privado- apenas tienen a nadie que los represente o que luche por ellos, y aunque los tuvieran, también daría igual porque es casi imposible conseguir un mínimo de dignidad laboral cuando nadie se atreve a protestar por miedo a perder un trabajo al que aspiran docenas de personas que están en la cola del paro. Con su salario de risa, estos empleados mantienen a familias enteras que de otro modo no tendrían de qué vivir, y es posible que con su paga ayuden a amigos y conocidos que apenas pueden salir a flote, así que hacen que esta sociedad se mantenga en unos niveles razonables de serenidad y convivencia, pero para ellos no hay retórica ni épica ni banderas de ninguna clase. Y me pregunto cuántos de los manifestantes del Primero de Mayo -tan escasos, por otra parte- representaban a estos empleados a los que nadie parece tener en cuenta.

Vuelvo a pensar en ellos: el carnicero, la chica de la sección de droguería, las cajeras, el repartidor al que una noche vi cantando a pleno pulmón en la calle, el otro repartidor al que veo sudando con su carro repleto de artículos de entrega a domicilio. Pueden ser ocho o diez personas a las que veo continuamente pero de las que no sé nada (aparte de lo que me cuenta la chica de la panadería). Gente que trabaja como bestias a cambio de muy poco, y que no suele quejarse -o al menos no tanto como se merecería-, y que suele tener una actitud amable a pesar de que su vida no es nada fácil ni envidiable. Y muchos de esos empleados incluso suelen sonreír, y no lo hacen por obligación laboral, sino porque un impulso que les sale de dentro les dice que si uno sonríe, aunque no tenga ningún motivo para ello, el mundo se convierte de pronto en un lugar mucho mejor de lo que es. Y todo a cambio de nada, o de muy poco. Benditos sean.